“¿Y la mía? ¿Cuál es mi naturaleza? ¿Seguir esperando amarrada al olivo donde él me dejó? No voy a ser por más tiempo la estatua de sal que espera, la roca que desgastan los vientos... El peor mal es no poder actuar. Necesito el poder. ¡Me lo arrebatan día a día estos nobles que invaden mi casa, vigilan mis pasos, se sientan a mi mesa, y asedian mi lecho. Vivo encerrada en la coraza de mi piel. Sólo me queda pensar Sólo me dejan pensar. Siempre que no hable, me dejan pensar. Es lo mismo que seas Reina o porqueriza si tu alma está en silencio, si tu dignidad vive amenazada, si la ansiedad te empieza a destrozar...”
Penélope, según el texto de Magüi Mira.
Mary Beard empieza su imprescindible Mujeres y poder recordando
uno de los mitos fundadores del patriarcado occidental. Me refiero al mandato
de silencio que Telémaco le impone a su madre al comienzo de la Odisea: “Madre
mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de
la rueca ... El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío.
Mío es, pues, el gobierno de la casa”. En esta narración, que posteriormente la
cultura no ha dejado de reproducir, encontramos las claves de una estructura
social o, mejor dicho, de poder, que durante siglos ha dominado el mundo. El
patriarcado, casi tres mil años después, se sigue sustentando sobre un doble
silencio: el de las mujeres, carentes de voz y por tanto de poder, y el de los
hombres sobre nuestra posición privilegiada, o lo que es lo mismo, sobre
nuestra omnipotencia. Sobre ese doble
eje se ha venido sustentando durante siglos un contrato sexual que, como bien
censura el feminismo, es la base de un reparto desequilibrado de espacios,
tiempos y oportunidades entre mujeres y hombres. Un eje que, además, no ha
dejado de ser bien amarrado a través de múltiples relatos – ahí están sin ir
más lejos los de las religiones, sobre todo las monoteístas – que no han dejado
de insistirnos que somos nosotros, los hombres, los dueños de la palabras y por
tanto del poder. Un púlpito que se ha sostenido sobre la pasividad, la
resignación, la entrega y el virtuosismo de las mujeres. La Penélope que
espera, la María convertida en vientre de alquiler por Dios, la Pretty woman
hecha para responder a las necesidades de los hombres, pero también las que
llevan siglos pelando justamente por tener voz y voto, poder y palabra, por ser
para ellas mismas y no para los otros.
Con esa capacidad para darle la vuelta a las narraciones
tradicionales, y por tanto mayoritariamente androcéntricas y hasta misóginas,
que solo tienen las mujeres creadoras, Magüi Mira acaba de estrenar en
Mérida una Penélope que rompe con el mito y a la que convierte en ejemplo de la
rebeldía frente a la subordinación asignada. Una especie de cuento que seguimos
contando, y que con lamentable frecuencia acaba en tragedia, al que la
directora de Consentimiento convierte en espejo bellamente hiriente
mediante una puesta en escena en la que la luz, la música y los cuerpos danzan
frente al espectador en una especie de liturgia laica en la que ellas, las
mujeres a las que durante siglos no escuchamos, se convierten en las
sacerdotisas. Mira, en lugar de la mujer
que espera y teje, y a la que su hijo, continuador de la estirpe masculina,
manda callar, desmonta el mito. La Penélope que interpreta Belén Rueda,
a mitad de camino entre una bailarina eterna y una polilla que va creciendo
hasta convertirse en garza, no se resigna a ser un objeto, un apéndice, un
lecho. Al contrario, ella es una mujer que quiere echarse a la mar, que quiere
ser dueña de su destino, que en la resistencia, como tantas mujeres milenios
después, encuentra los argumentos para su empoderamiento. No estamos ante la
bella paciente y pasiva, a la que con todavía hoy con tanta frecuencia
encontramos sin ir más lejos en los relatos cinematográficos, sino ante una
mujer que rotunda afirma: “Me estoy esperando a mí”. Y todo ello, y ante la
ausencia del héroe masculino que, como buen hombre, se define por la palabra y
la acción, frente un grupo de nobles a los que el texto de Mira llega incluso a
ridiculizar. Esa fratría que, como vulgar manada, increpa a la que pretende
siendo mujer convertirse en rey, representa ese pacto entre varones mediante el
que durante siglos hemos prorrogado nuestro lugar de señores y dueños. “Será
nuestro el placer, será nuestro el poder” dicen a coro, como si fuera el
estribillo de un reguetón con el que Maluma o Bad Buny intentan en pleno siglo
XXI seducir a las penélopes que los esperan luciendo body en Instagram. Los
machitos que se burlan de la mujer que pretende hacer leyes justas, los que la
acosan y piropean, los que siguen viendo en ella solamente una bambola. Con los
mismos argumentos que sin ir más lejos en el 31 quisieron robarle el sufragio a
las mujeres, esos seres que una vez al mes sangran y se vuelven locas. Las
reglas del “fratriarcado”. La maté porque era mía y no podía soportar que fuera
de ella misma.
La enorme fortaleza del teatro clásico, de ese que este año
en Mérida se ha alzado valiente y arriesgado frente a las amenazas que hacen de
la cultura también una eterna Penélope, reside en su capacidad de tener vida
continuada durante milenios y, por tanto, de ser objeto de interpretaciones que
van cambiando como lo hacen los vientos que nos azotan. Uno de esos vientos,
fértiles y liberadores, es sin duda el que provocan cientos, miles, millones de
alas que mueven mujeres que hace ya décadas empezaron a rebelarse contra todos
los Ulises y Telémacos, contra tanto varón convertido en noble por obra y
gracia de tener un pene entre las piernas. Las que en definitiva siguen
tejiendo un nuevo relato, ese que, como nos recuerda Euriclea – una María
Galiana que me habría gustado tener de profesora de literatura -, llevan
muchas lunas contando las mujeres. El de
las cientos, miles, millones de Penélopes, que ya han hecho, o lo intentan, del
olivo su trono: las ramas fértiles de la sabiduría, de la mente libre, de la
acción que solo entiende de las propias piernas y manos. Las que, no sin
dolores y fatigas, repiten como un eco lo que anoche escuché en Mérida: “He
resistido porque me esperaba a mí, porque me quería a mí, porque sabía que
esperar era sobrevivir, aunque tú no volvieras. Porque miraba por mis ojos, no
por los tuyos. Porque hablaba con mi voz, no con la tuya”.
Publicado en Diario Público, viernes 21 de agosto de 2020:
https://blogs.publico.es/dominiopublico/34089/la-rebelion-de-las-penelopes/
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