“Hay, en la mesa de la derecha, una mujer sola, muy fea, que lee. Si yo fuera machista (mi pensamiento lo es, yo no) diría: solterona”.
Héctor Abad Faciolince
Como he confesado públicamente – me remito a mi Autorretrato
de un macho disidente -, mi estancia en Colombia fue una revolución que me
sacudió por dentro más de lo que en su momento fui consciente. Ha sido después,
con el paso de los años, cuando realmente me he dado cuenta de todo lo que
supuso para mí estar en un país tan hermoso, y en el que la belleza – de sus
gentes, de sus paisajes, de su cultura – ha estado y está siempre al borde del
precipicio. Quizás fue en ese país donde empecé un proceso de revisión personal
que me ha ido llevando al hombre que soy ahora. O, mejor dicho, al que intento
ser. Desde entonces, cualquier latido que llegue de allá me sacude, me
inquieta, hace que de alguna manera vuelva a pisar las calles de Medellín o el
cerro de Monserrate. Era pues inevitable que un libro tan emocionante como El
olvido que seremos me removiera los cimientos. Desde su lectura, no le he
perdido la pista a su autor, Héctor Abad Faciolince, del que ahora, en este mes
en el que intento evadirme de tanto virus que anda suelto, he leído sus
diarios. Un libro cuyo título vuelve a jugar con el tiempo o, mejor dicho, con
la percepción que tenemos de él. Lo que fue presente termina justamente
en el momento en que el escritor concluye el libro sobre su padre, y mediante
el cual trata de conjurar ese “olvido que seremos”, convirtiendo su novela en
la mejor y más hermosa vindicación de memoria democrática que yo recuerde.
Yo, que también escribo diarios desde que era un adolescente,
y supongo que como él mismo Abad apunta, para evitar las pesadillas y porque
soy incapaz de escribir otra cosa, me he visto reflejado en muchas de las cosas
que cuenta el escritor colombiano. Comparto con él pasiones como la lectura, la
necesidad de escribir y, por supuesto, las dudas y a veces el proceso tenso y
complejo que supone enfrentarte a la página en blanco. Me reconozco también en todo
lo que cuenta, y en cómo lo hace, sobre su experiencia de la paternidad: “Para
mi papá el gran problema de los hombres, de los varones colombianos, consistía
en su incapacidad (estadística) de ser buenos padres, de ser padres como
madres, es decir, padres para toda la vida, padres que no abandonan”. Y sí,
estoy de acuerdo con él, solo se pueden tener hijos e hijas desde la
irracionalidad.
En este sentido, me gusta que en sus diarios también haya
espacio para reconocer los vicios, los pecados, las inseguridades, las
flaquezas y los errores. No es muy habitual que los hombres, a diferencia de lo
que siempre ha sido más frecuente en la literatura hecha por mujeres, nos
pongamos delante del espejo y nos desnudemos, sin temor a que se vean nuestras
miserias. En este libro, y es una de las cosas que más me gustan de él, también
vemos las de Faciolince. “Yo no escribo para celebrar mis orgasmos, sino
para conjurar mis impotencias”. Ahora bien, como en todo diario, hay un yo omnipresente
que a veces se vuelve insufrible. Tal y como es ese mundillo literario que el
colombiano recrea desde la ambivalencia que supone ser parte de lo que te jode.
He leído entusiasmado cómo Héctor ha disfrutado con películas
que a mí también me han hecho gozar o con libros que a los dos nos han tocado. No puedo sino hacer mío como un estribillo
afirmaciones como ésta: “Quiero leer y leer y leer. Toda la vida, todo el
tiempo, y lo que me dé la gana (¡todo!) solamente lo que me dé la gana.
Retirarme, jubilarme, tener una casa sin polvo y ordenada a lo mejor en el
campo. Y que las visitas vengan solo de vez en cuando, que no molesten tanto
las visitas. Para poder leer y leer y no hacer otra cosa que leer”.
Todo ello por no hablar de la pasión compartida por Italia - La
conmovedora belleza de Italia, única - o esa tensión tan llena de contradictorios
pesares y bellezas que para él representa su país, al que yo tanto amé. “Yo
no veo a Colombia como a una patria, es decir, como a esa tierra donde nacieron
los padres y por la cual, en consecuencia, es necesario luchar. Ahora la veo
más bien como a una madrastra despiadada, ingrata y estúpida, que devora con
crueldad a sus mejores hijos y que no se merece ningún heroísmo”.
Este entusiasmo, alentado por una prosa que siempre trata de expresar
desde la sencillez emociones y pensamientos complejos, no me impide señalar que
también hay varias cosas del colombiano que no me gustan. Late en todos sus
diarios una mirada sobre las mujeres, y sobre todo lo que tiene que ver con
ellas, que a veces se sitúa en el paternalismo y otras en una cierta misoginia.
Solo desde ella es posible escribir sin inmutarse un párrafo como el que sigue:
“Me siento a esperar como una mujer. Como una mujer. Mujer. A veces soy,
profundamente, o en el fondo, una mujer. Soy el único hombre al que le viene la
regla; la veo venir, la siento. Es un estado de ánimo real. Y digo, me digo:
tengo la regla. Es cíclica, pero irregular. No me obedezco en nada. Subisco.
Padezco, asumo, acepto un destino pasivo (soy una mujer de antes de la
liberación femenina). A veces me acuerdo de que soy hombre. Y me muevo. Luego
espero, quieto, como una mujer grávida”.
Entiendo y hasta puedo compartir con él su visión podríamos
decir poliamorosa de las relaciones, pero en ella se detecta un cierto tufillo
de machito omnipotente, un donjuán que bien podría servir de ejemplo a aquella
rotunda sentencia de Josep Vicent Marqués: la gran paradoja de los hombres heterosexuales
es que no les gustan las mujeres como personas. La misma relación con su mujer
Irene, los encuentros con mayor o menor continuidad con otras mujeres o las relaciones
que tiene en el ámbito estrictamente profesional con “el segundo sexo” revelan unas
asimetrías que nos indican como Faciolince reproduce los patrones hegemónicos. Es
un tipo que bien podría escribir al final de sus días un librito similar a las
Memorias de las putas tristes de García Márquez. Siempre es sospechoso, por
cierto, que un señor supuestamente culto no cuente entre sus referencias
literarias e intelectuales a mujeres – aparece, por ejemplo, una mínima
referencia a Carmen Martín Gaite, pero no hay de ella una valoración como ser
pensante -, sobre todo cuando sus diarios están llenos de sombras, más o menos
alargadas, de tipos con pene. Un señor que, además, afirma sin sonrojo lo siguiente:
Mi única maternidad sería la escritura; quedo preñada, pero no doy a luz.
Los diarios del autor de Angosta nos demuestran que
escribir es una forma de domesticar a “la loca de la casa”: “Cuando uno
piensa y no escribe todo se va en humo, en aire. Cuando uno piensa y escribe,
algo del humo se convierte en aguada, en tinta. El pensamiento es un caballo
salvaje, loco, cerrero; la escritura es una forma de domarlo”. Aunque también
es una especie de ritual pagano, de exorcismo frente a los fantasmas que nos
acechan, de salvavidas frente a una soledad deseada, una forma de evitar las
pesadillas. Una manera también, en el
caso de los hombres, de no dejar de buscar argumentos con los que justificar el
seguir anclados en el púlpito donde nos situaron al nacer. “Tal vez en mi
educación hubo tendencia a obligarme a aceptar estas costumbres «femeninas»
(tradicionalmente hablando) que consisten en aceptar sumisamente lo más soso y
aburrido. Por eso mismo será que acepto con sumisión cocinar, lavar los platos,
tender la cama, lavar el baño. Pero no sé si esto es educación. En mi casa no
lo hice jamás, para eso estaban «las muchachas». Lo masculino, en mi casa, era
leer”.
En fin, leer estos diarios en un verano que no ha sido como
los demás veranos, no ha hecho sino reafirmarme en la necesidad de rebelarme
contra mí mismo. Porque sí, a mí también como a Héctor Abad, “me gusta el santo
que cae en tentación y el libertino que está hasta la coronilla de orgasmos. No
me gustan los satisfechos de sí mismos, los instalados, los serenos. Me gusta
la carcajada del triste, la alegría del depresivo y el llanto repentino del
alegre, la altivez del humillado, la crisis del altivo que nota el sinsentido
en que desemboca su orgullo. No me gusta el que es siempre idéntico a sí mismo,
o tal vez me gusta, también me gusta, pero más el que es capaz de serse infiel,
de no cumplir con la imagen que se ha (le han) construido de sí mismo”.
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