Con una luminosidad mediterránea, y con un cierto punto berlanguiano
que tanto se agradece en estos tiempos de sombras y penumbras, Icíar Bollaín vuelve
a su mejor cine, a ese que, sin abandonar el compromiso que la caracteriza como
cineasta, enfoca esas zonas aparentemente pequeñas de la vida y unos personajes
en los que inevitablemente acabamos descubriendo buena parte de nuestras
miserias. El guion de la propia Bollaín y de Alicia Luna no se deja llevar por el
drama, sino que con un tono de comedia, de tragicomedia a ratos, como la vida
misma, nos permite entrar no solo en el corazón de la protagonista sino en el
de toda una familia cuyos miembros se escuchan poco y en la que ella, la Rosa
del título, es el sostén de los vínculos y los afectos. La siempre dispuesta,
la siempre entregada, la esclava en nombre del amor y de las virtudes. La
resignada mujer concebida para satisfacer los deseos y necesidades de los
otros. En este contexto, que es el de tantas mujeres que por ejemplo yo he
conocido en mi familia, y que me temo que sigue siendo el de otras muchas que
en pleno siglo XXI son víctimas de toda las artimañas que el patriarcado teje
en lo simbólico y en lo material, la liberación de Rosa, su ruptura de los
barrotes de la jaula se convierte en una celebración. Una especie de epifanía en
la que solo caben, frente al espejo, la autoestima y los propios sueños. Esos
que con frecuencia son hurtados, sin ir más lejos en nombre del amor, a tantas
mujeres que todavía se sienten, o mejor, son obligadas a sentirse, dignas continuadoras
de la esclava del Señor.
Este renacimiento, esta fiesta que finalmente es la película,
es posible porque Candela Peña encarna a Rosa con la verdad que es propia de
esas actrices que, de alguna manera, han atravesado callejones similares al de
su personaje y han salido al fin victoriosas, más grandes que al principio, como
si le hubieran crecido unas alas enormes en las espaldas. La interpretación de la
actriz, y de todo un reparto que está a la misma altura de autenticidad y emoción
– enormes Nathalie Poza, Ramón Barea, Sergi López -, consigue que la historia,
que podría haberse quedado en lo anecdótico o haber derivado hacia una comedia tontuna,
alcance una tensión dramática incluso en aquellos momentos en los que, paradójicamente,
las vidas de la familia protagonistas parecen más cercanas a la comedia. La luz
de Benicassim, la banda de música y la siempre hermosa metáfora de la costura
hacen el resto para que La boda de Rosa, una película aparentemente
sencilla, solo aparentemente, no solo nos arranque sonrisas sino que también
nos remueva esa parte profunda en la que cada cual se resiste a asumir las
evidencias. Un movimiento de tripas y emociones que, imagino, muchas mujeres habrán
sentido como una revolución propia que espero las haga mucho más fuertes y
libres para decir que no. Más felices
que nunca ante el horizonte de nunca más rematar la costura que otros habían dejado a medio hilvanar.
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