
Juan Ignacio Font, al que tuve la suerte de disfrutar como
profesor cuando estudiaba la Licenciatura de Derecho, y que después se fue convirtiendo más en un cómplice que un
colega de Departamento, ha sido uno de esos raros docentes, y por tanto algo queer, que no habitan en un púlpito sino
en el campo de batalla que supone despertar conciencias y escuchar las voces
ajenas. De su mano he ido aprendiendo que la enseñanza del Derecho puede ser,
ha de ser, una herramienta de transformación política. Y todo ello desde el
compromiso humanista de quién ha acabado harto de la carpintería jurídica y se
ha empeñado siempre en mirar los rostros del ser humano. Un proceso que le ha llevado lógicamente a
descubrir la terrible precariedad que vivimos, la necesaria interdependencia
que nos entrelaza y el inevitable compromiso con un sentido de la justicia que
ha de conjugarse siempre en primera persona de plural.
Su última clase, en la que nos ha dado una lección magistral
sobre el horrible derecho de propiedad y sobre la necesaria vindicación de los
bienes comunes y de un Derecho constitucional de las necesidades humanas, ha
sido todo un aldabonazo ético en las mentes y en los corazones de quienes hemos
tenido la suerte de disfrutarla. La entrega apasionada de Juan Font a un saber
humanista, en el que él, como tipo inteligente que es, se ha sabido contagiar
del ecologismo o del feminismo, es la mayor y mejor lección que deberíamos
aprender quienes nos dedicamos a la ardua tarea de formar a futuros y futuras
profesionales del Derecho. Una tarea que se vuelve cada vez más compleja en un
mundo líquido en el que el neoliberalismo gana batallas sin freno y en el que
la Universidad, en lugar de convertirse en un espacio de rebelión, parece ser
con demasiada frecuencia cómplice del inmovilismo y, en el mejor de los casos,
de la resistencia pasiva.
La última lección de Juan Font, escuchada además en unos
momentos en los que la opinión pública está más alerta que nunca ante una
Universidad pública que no es tan mala como señalan sus detractores ni tan
excelente como nos venden los políticos que la gestionan, ha sido un magnífico
ejemplo de lo mejor de una institución que, con demasiada frecuencia, nos da
ejemplos de lo peor. Sin ceremonias, sin fotografías para los periódicos
locales, sin puñetas ni Gaudeamus Igitur, el catedrático de Derecho Mercantil
nos ha recordado que nuestra función social es despertar al alumnado, hacerle
comprender el mundo, dotarlo de herramientas para transformar la realidad y
prepararlo para un futuro en el que, irremediablemente, la ética de la Justicia
no llegará a buen puerto si no se deja abrazar por la ética de los cuidados.
Todo lo contrario, por cierto, a lo que nos exigen los burócratas de un sistema
en el que lo que se valorar es al sujeto depredador y egoísta, al que acumula
méritos en una batalla feroz en la que necesariamente hay que dejar cadáveres
por el camino, en el que no importa tanto la densidad de lo que se dice sino el
brillo académico y del que no tiene reparos en ajustarse cínicamente al
mercadeo.
Gracias a personas como Juan Ignacio Font he aprendido,
además del valor intelectual de la duda y de la grandeza de un Derecho que es
capaz de dotarse de contenidos éticos, la energía que imprime ser un individuo
subversivo, que difícilmente se acomoda al estribillo de lo políticamente
correcto, que nos da si hace falta una bofetada elegante y cargada de razones.
Si en algún momento yo me he calificado como un macho disidente ha sido, por
supuesto, a muchas mujeres que me han enseñado a dimitir de una masculinidad
asfixiante, pero también gracias a hombres como Juan Ignacio que me han
enseñado a darle valor a la periferia. Algunos echaremos de menos sus palabras
rotundas y sus abrazos, mientras que otros se sentirán aliviados al no tener
que enfrentarse al espejo que tan educadamente les mostraba sus propias
vergüenzas. Quienes seguimos en la apasionante aventura de investigar y enseñar
en una Universidad pública recogemos el testigo de quien todavía hoy, abuelo
que cuida, es como un alumno recién llegado que quiere cambiar el mundo. En
nuestras manos está que la cadena no se rompa. Seguiremos pues sumando
eslabones que, a diferencia de los que acaban en grilletes, nos marcan el
camino de la emancipación.
Publicado en THE HUFFINGTON POST, 29-9-2018:
https://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/la-ultima-leccion-de-un-maestro_a_23544473/?utm_hp_ref=es-homepage
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