Con un ritmo frenético, rodada con un pulso admirable y con un reparto cuyas piezas encajan a la perfección, Rodrigo Sorogoyen ha conseguido una de las películas más brutales del reciente cine español. Y no solo por cómo está pensada y rodada, sino porque nos coloca frente a toda la mierda que todos los días nos va invadiendo, a veces sin que nos demos cuenta. Como si fuera un virus pequeñito y escurridizo que penetra por los capilares de las instituciones y llega hasta nuestras vidas. Porque lo más terrible de esta historia de hombres corruptos, que se suceden y desaparecen incluso mientras que "el reino" permanece, es que las consecuencias las sufrimos nosotros. Es decir, nuestro bienestar, nuestras expectativas de futuro, nuestra cotidiana supervivencia. De esta manera, El Reino no solo nos cuenta el fracaso de la política sino también del Estado de Derecho y, con él, de todas las garantías que un día imaginamos a beneficio de nuestros derechos.
Como bien ha explicado su director, El reino no habla de un concreto partido político, aunque podemos identificar en ella el rastro de varios de los que en las últimas décadas han controlado el poder en nuestro país. El reino, como tal vez su nombre quiere dejar claro, hablar de nuestro país y, por supuesto, de cómo muchos, demasiados diría yo, de quienes se han instalado en la vida pública hacen de ella un pretexto para sus intereses egoístas. La película bien podría haberse titulado Leviathan y nos habría resultado fácil ponerle nombres al monstruo. Un monstruo que no sería tanto el Estado sino las cloacas que lo sostienen. El poder, el de siempre, el clásico, el que a lo largo de los siglos ha dado lugar a todo tipo de tragedias, y que ahora, en un lugar como España, solo tiene el cínico añadido de sobrevivir corrupto bajo los oropeles de la democracia.
La película, además, nos demuestra algo más que evidente: el poder sigue siendo de hombres, por más que, como sucede en la pantalla, aparezcan algunas mujeres incluso con cierta relevancia pública. Sin embargo, las entrañas, la trama, los pactos, son de varones. De varones hegemónicos y puteros. A los que, por supuesto, no les importa recurrir a la violencia si hace falta. Quienes además están acostumbrados a disponer de mujeres que los cuidan o atienden sus necesidades sexuales. Es curioso como la única mujer con poder a la que vemos en la película, interpretada de manera un tanto caricaturesca por Ana Wagener, reproduzca, hasta en el lenguaje, el modelo de machito dominante. De hecho, los personajes femeninos son los menos logrados de la película, en cuanto que no dejan de ser satélites, muy estereotipados, apenas con vida propia. Ni siquiera la periodista que interpreta Bárbara Lennie, y que está claramente inspirada en Ana Pastor, logra tener una cierta entidad. Se le ven demasiadas las costuras y el andamiaje. Nada que ver con los estupendos tipos que interpretan unos actores soberbios, empezando por el siempre grande José María Pou y terminando por el que ha sido para mí todo un descubrimiento, Luis Zahera.
Párrafo aparte merece Antonio de la Torre, el cual consigue que con su matizada interpretación sintamos incluso empatía con el impresentable al que da vida. O que, al menos, entendamos sus razones y hasta sintamos cómo acaba siendo un pobre desgraciado dentro de una maquinaria a la que no le importa generar víctimas para sobrevivir. No solo es que esté prácticamente durante toda la película en la pantalla, sino que lo hace transmitiéndonos toda la tensión que su personaje arrastra. Los dilemas que se plantea un mal hombre que tiene que enfrentarse al fracaso de su propio destino. Casi un personaje shakesperiano al que el actor andaluz otorga sentido y sensibilidad.
El reino es una especie de bofetada bien dada, de sacudida que nos provoca desasosiego y hasta terror. Tan oportuna y tan necesaria en esta época de cloacas cuyo hedor empieza a invadir nuestras casas. Vayan a verla, sufran y, después, traten también de responder a la pregunta con la que se cierra, de forma magistral, la película.
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