“Uno nunca sabe cuál es el sitio donde va a florecer”.
Hernán Rivera Letelier, Canción para caminar sobre las aguas
Hace ya muchos años que descubrí que en Cádiz habitaba esa parte de mí que siempre está jugando con lo imposible. Quizás no haya otro lugar del mundo en el que sienta sin ningún tipo de aspereza que la vida es eterno movimiento. El que reside en lo más pequeño, en los pliegues más tiernos de los días, el que nos hace parte minúscula de un océano que nos reconcilia con la fragilidad. Cádiz ha sido y es en mi biografía uno de esos espacios en los que he terminado aceptando que soy una mezcla intrépida, un tránsito que bulle, el gerundio que durante mucho tiempo me resistí a aceptar. Por ello, cada vez que vuelvo a esta ciudad, mis células se convierten en esos pececillos que acarician y liman los talones. Entonces, sin miedo alguno, me vuelvo transparente, como si un verso loco de Jean Genet se hubiera escapado de una maceta y me hubiera convertido en hijo de su disidencia. Y vuelo a la raíz, a las mariposas en los muslos, a los bestiarios que me susurran en la lengua que aprendí en Roma. El exorcismo que me enseñó Marinella.
Este año, mi retorno a Cádiz no ha tenido la banda sonora de Martínez Ares, ni la sombra de unas habaneras que duelen. Este año, como si las hadas se hubieran empeñado en hacerme un regalo inesperado de final de curso, he vuelto a esta Habana de camarones abrazado a los versos múltiples de Alessio Arena. Ese niño del Sur, siempre el Sur, que un día llegó a mi vida para continuar enseñándome que para la ternura siempre hay tiempo. Recién aterrizado de Chile, en el que paradójicamente, o no, él ha sabido convertir los desiertos en ramos de flores, Alessio descubrió Cádiz, mi Cádiz, nuestra Cádiz, en una noche de eclipse lunar. Al borde del mar, en uno de esos rincones en los que parece que el tiempo, como el amor, es circular. Y fue así como hicimos del Castillo de Santa Calina una terraza donde no dejamos entrar a los agoreros, a los de mente estrecha, a los que se resisten a conocer otras lenguas. A quienes todavía no se han dado cuenta que amar, como la vida, no es otra cosa que traducir.
Con su alma de copla napolitana (y muy andaluza), Alessio volvió a demostrarnos que las patrias no existen, que las fronteras solo con corazas y que, como su misma vida de padre posible de niños pelirrojos demuestra, el secreto de la vida no es otro que danzar. Movimiento de caderas y de corazones. Como si una cumbia colombiana hubiera pasado muy cerca del Vesubio y se hubiera enredado en los pechos de la abuela que un día viajó a Marte, o sea, a Turín. El concierto de Alessio Arena fue justamente ese pespunte que empezaron a escribir sobre telas de colores las mujeres que hablaban una lengua que no estaba en las Academias. Él, con su voz de amante adolescente, y con esa ternura que solo pueden hacer suya los que se ha quitado la máscara de la virilidad (tal vez, en la madrileña Calle del Oso), nos paseó por su memoria de migrante, por sus fábulas de madres y tías, por el imprescindible pasadizo capaz de liberarnos. El que solo permite la salida a quienes no se arrepienten de tener pies en vez de raíces.
Alessio fue regalándonos algunas de sus más recientes creaciones, las que ha inspirado con tanta luz el Chile (literalmente) de sus amores. Un Chile que no parece tan lejano de este Sur de Vírgenes del Carmen y de diablos que se resisten a ser bendecidos por el incienso de los obispos. Su Diablada es todo un himno de todo eso que la misma biografía de Arena representa: el cruce de caminos, el triunfo de la alegría, la esperanza incluso en las canciones más tristes. Porque las canciones de Alessio siempre son, como él diría, esperanzosas.
No faltaron los versos en napolitano, las pasiones en catalán, como tampoco las palabras de quien ha nacido para narrar. Acompañado de dos estupendos músicos, los hermanos Figueres, y de la voz, y la flauta, y el arte, y los pies descalzos, de una impresionante Lina León (todo un descubrimiento), Alessio hizo posible que la noche del eclipse se convirtiera en una especie de ceremonia civil. Sin más dioses que el espíritu de Reinaldo, los cometas juguetones y, claro, los satélites shakesperianos de Urano. Creo que nunca olvidaremos como Lina y él hicieron de Los ojos, una de las más bellas canciones de su álbum La secreta danza, un abrazo de tierras que están por debajo del Norte. Como tampoco será fácil borrar su recuerdo a Violeta Parra, su puesta en escena de El rosario de mi madre o esa Bien pagá que bien podría haber cantado su abuela asomada a una ventana de Nápoles.
Gracias a Alessio Arena, y a la luna roja, y a mis amores cordobeses, y a los desiertos que solo conozco por la voz del que un día descubrió que la luna se llama Leo, he vuelto a florecer en un julio que se acaba. Verano de sábanas y ventanas encajadas. Cancelas blancas y coplas de carnaval por las plazas. Y yo, tan vulnerable, no dejando de pintarle alas a las mariposas. Defendiendo mi derecho a querer, a quererte.
... Y, ya lo sabes, Fer, si algún día nos divorcian las estrellas, la batalla no será por el rosario de mi madre, sino por los discos del napolitano-catalán-chileno-cordobés que un día nos descubrió que el secreto de la vida es no dejar de danzar.
Concierto de Alessio Arena, Castillo de Santa Catalina, Cádiz, 27 de julio de 2018
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