Las madres son las grandes ausentes
de los relatos. Me refiero a las madres en cuanto sujetas autónomas, completas
y complejas, más allá de la versión instrumental que de ellas presenta la cultura.
Es decir, las madres como individuas no resignadas al “hágase en mí según tu voluntad”.
Tal y como lo explica con todo detalle la escritora Laura Freixas, la maternidad,
en cuento hecho que no es solo biológico, sino que incluso podríamos calificar
de político, está ausente de los relatos colectivos. Nada de extrañar, pues,
que tampoco lo esté con la centralidad debida en las agendas políticas.
Justamente por ello es tan de agradecer una película como Tully, el último largometraje de Jason Reitman, el director que
hace unos años, de la mano de su guionista de cabecera, Diablo Cody, nos sorprendió
con otra historia de una madre adolescente: Juno.
Con un aparente tono de comedia,
que en algunos instantes parece volverse trágica, la historia se centra en esa
parte habitualmente oculta de la maternidad, la que se disfraza en los imaginarios
idílicos y en los spots que comercian con el vientre de las mujeres como si se
tratase de un paraíso hecho a imagen y semejanza de los hombres. Con una
precisión de bisturí o, lo que es lo mismo, a través de un guión que solo podría
haber escrito una mujer, asistimos a todos los sufrimientos, dilemas y
angustias que experimenta la protagonista, Marlo, cuando da a luz a su tercer hijo. Aunque nunca se nombre como tal, vemos a
Marlo sufrir una depresión postparto, la contemplamos angustiada cuando se mira
en el espejo y no se reconoce, sufrimos con ella cuando no encuentra su
identidad y cuando se plantea si tiene sentido una vida tan aparentemente
feliz. Todo ello al lado de un marido que, si bien se nos presenta como un tipo
amable y comprensivo, está ausente la mayor parte del tiempo. Es el varón
proveedor, un niño grande al que también cuidar y para el que el sentido de la
corresponsabilidad aparece muy relajado. Basta con verlo tumbado en la cama,
después de cenar, perdiendo el tiempo
con un videojuego de esos con los que los adolescentes, y no tanto, se dedican
a matar enemigos. El marido amoroso es
un niño grande que ni siquiera sabe cómo renegociar el pacto. El, como diligente
padre de familia, tiene claro que para que él se dedique a esas cosas tan
importantes que lo ocupan durante el día, necesita una Marlo que mantenga los vínculos afectivos, y por supuesto los cuidados que nadie valora. Una Marlo
que también, por supuesto, y como vemos en una de las escenas más discutibles
de la película, parece tener la obligación de continuar siendo deseable por él.
Gracias a otra mujer, la joven
Tully que da título a la película, una joven niñera que acude cada noche para
cuidar de la pequeña, la protagonista empieza a reconocerse, a reubicarse, a recuperar
parte de la energía que había perdido durante el embarazo. En una singular
experiencia de sororidad femenina – cada uno de los personajes parece tener lo
que la otra ansía -, vemos cómo, ausentes los hombres, la madre empieza a
mirarse en el espejo sin asco. Poco a poco, la vemos domar el miedo que la había
condenado a ser un juguete roto. Un juguete
que había olvidado vivir para sí y que había puesto todo el énfasis, hágase en
mí según tu voluntad, en cuidar de su marido y sus hijos.
Esta hermosa película no habría
sido posible sin la magnífica interpretación de Charlize Theron. Vemos en su
rostro, en su cuerpo deformado, en su ansiedad, en su pelo mal peinado, toda la
angustia que habitualmente no se cuenta. El relato silenciado de las mujeres
que parecen obligadas a ser felices y que incluso, como vemos en varios
momentos de la película, por ejemplo durante el parto, son tratadas como seres
incapaces, enfermos, menores de edad. La intensidad y la luminosidad de Theron
hacen que todas, e incluso todos, o algunos espero, entendamos muy bien qué le ocurre
a esta mujer. A tantas mujeres.
Lástima que el final de la
película, a mi parecer demasiado obvio y conservador, tan tranquilizador (sobre todo para el niño grande), empañe una hermosísima
historia que tiene el gran mérito de hacer visible lo invisible. Algo que en
estos tiempos de feminismo es muy de agradecer, sobre todo porque seguimos sin
ser conscientes de que la maternidad no es solo un asunto personal sino que es,
debería ser, un asunto político.
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