"Todas éramos putas". La puta 72, la mujer que canta, la víctima de todas las guerras. La cólera, la violencia y el dolor: hermano contra hermano, vecino contra vecino. Las vidas rotas por los disparos y la esperanza buscando refugio. El Líbano entre llamas, como ahora lo es Siria. Las heridas de Europa, la sangre del planeta, ¿cómo podríamos salvar la Dignidad? Mientras que el vaquero Trump llega a la Casa Blanca, y las mujeres marchan sobre Washington, y cientos, miles de personas que huyen del horror mueren bajo las nieves de una Europa silenciosa, en el Gran Teatro de Córdoba se prende la llama de las palabras. Las del doloroso, hondo y hermoso tapiz tejido por Wajdi Mouawad que Mario Gas ha sabido convertir en una mirada desgarradora sobre los despojos del ser humano, sobre lo que apenas queda cuando la barbarie nos domina, sobre los desastres de la guerra que, no por tantas veces contados, dejan de arañarnos porque nos sitúan frente al espejo de nuestra indolencia.

Pero, por encima de todo eso, las tres horas en las que la obra consigue emocionarnos y hacernos sentir en nuestro rostro la sangre de los caídos son un magnífico relato de cómo ellas, la mitad del cielo y de la tierra, las Sofías del mundo y las que durante siglos no aprendieron a escribir, son las principales víctimas de todos los conflictos. Las pisoteadas, las violentadas, las desgarradas, las que paren hijos de carceleros y pierden a sus descendientes en la niebla, las que ven como sus frutos se vuelven agrios, las que viven rodeadas de verdugos frente a los que en algún momento deberán rebelarse. Y aprender a leer, y a escribir, y a tener una voz propia. El empoderamiento al que incita la abuela de la protagonista. Mujeres con el rostro tapado, que guardan silencios durante años, que escriben cartas para así ganarle una última jugada al destino, que se hacen obligatoriamente las más fuertes ante tanto sujeto viril que impone las leyes por huevos. El hilo, al fin, de la sororidad de mujeres que hablan y que cantan, que se ayudan, que se escuchan, que viajan y buscan, que comparten de generación en generación la sabiduría propia de quienes siempre tuvieron que ganarse una habitación propia.
Todo eso es Incendios y, por supuesto, Nuria Espert: esa mujer que sobre el escenario está dotada de una fuerza (sobre)natural que le permite actuar como quien va paseando por la vida. La Nuria de pelo blanco y pasos dulces, la de voz clara que es capaz de invocar el más rotundo de los sufrimientos, la que no necesita de artificios para enseñarnos la verdad de las emociones. Solo su monólogo ante el que fuera su verdugo bastaría para que nuestro corazón se sintiera deshilachado ante el horror que supone la más terrible vulneración de la integridad física y moral de un ser humano. Su interpretación de mujer/madre/abuela es un regalo que ningún espectador podrá olvidar porque ya para siempre Nawal formará parte, debería formar parte, de nuestra memoria de seres desmemoriados. Para que con ella, que vive en nosotros con la voz de la Espert, nunca olvidemos que si tantas mujeres han sido y son tratadas como putas es porque el planeta está lleno de hombres convertidos en verdugos. Una posibilidad que habita en cualquiera de nosotros, incluso en aquellos que habiendo sido víctimas tienen después la tentación de ponerse del otro lado. Nunca renunciemos, pues, a salvar la dignidad, la nuestra y la de los otros/las otras, la que nos permite descubrir lo bien que estamos juntos.
Incendios, de Wajdi Mouawad, dirección de Mario Gas
Gran Teatro de Córdoba, 21 de enero de 2017
Fotografías: BRAULIO VALDERAS
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