granada, con minúscula. Una fruta que se hace zumo en el escenario, roja fruta de pasiones y penas,
que se cantan para cicatrizarse. Una bomba que estalla al final de la batalla, una explosión de sonidos y quejíos, una herida provocada por el fuego. Una fruta es Silvia, y una bomba. Campo de árboles y lides es su voz que parece brotar directamente del centro de la tierra, extenderse como un reguero por todo su cuerpo y así llegar a su garganta. Lluis Llach, Violeta Parra, Edith Piaf, Sánchez Ferlosio, Lorca, Miguel Hernández, Mª del Mar Bonet, Morente - la otra Granada - son como puñales que se clavan en su vestido y vuelven desnudos, convertidos en alma que atraviesa el escenario y se posa en mi corazón/coraza como si fueran libélulas.

Tardaré mucho tiempo en digerir del todo el concierto que anoche ofrecieron en el Teatro Góngora Silvia Pérez Cruz y Raúl Fernández Miró. Hacía tiempo que no sentía como la música y la voz me traspasaban, se alojaban dentro de mí y descolocaban las piezas del puzzle. Las manos de Raúl y el cuerpo de Silvia consiguieron el milagro. Porque Silvia canta con todo su cuerpo, con sus pies descalzos, con sus brazos que bailan, con su pelo largo que enreda y desenreda, con sus rodillas y con sus muslos. Con el pecho que huele a jazmines. Mientras que Raúl pone sonido a los terremotos y al llanto, ella rebusca bajo sus faldas y se convierte en una especie de sacerdotisa que reza en múltiples lenguas.
Silvia es trasfronteriza, la diosa a la que me gustaría adorar en lo que queda de siglo,
catalana que hace flamenco, brasileña que sueña en portugués, cantante de jazz en un club inglés y francesa enamorada. Todas esas voces, todas esas mujeres y una sola. En la que incluso habitan Amy Winhouse y Beyoncé. Redoble final de alegría en un concierto de mucha pena, de honda pena, de sufrir y de llorar. De sentir como los versos acarician las llagas que el desamor o la soledad han ido dejando por nuestras vidas. La bomba que nos provoca lágrimas, la fruta que nos mantiene vivos.
Concierto Silvia Pérez Cruz y Raúl Fernández Miró, Teatro Góngora, Córdoba, 1-10-2014
Fotografías: Madero Cubero (Cordópolis).

Tardaré mucho tiempo en digerir del todo el concierto que anoche ofrecieron en el Teatro Góngora Silvia Pérez Cruz y Raúl Fernández Miró. Hacía tiempo que no sentía como la música y la voz me traspasaban, se alojaban dentro de mí y descolocaban las piezas del puzzle. Las manos de Raúl y el cuerpo de Silvia consiguieron el milagro. Porque Silvia canta con todo su cuerpo, con sus pies descalzos, con sus brazos que bailan, con su pelo largo que enreda y desenreda, con sus rodillas y con sus muslos. Con el pecho que huele a jazmines. Mientras que Raúl pone sonido a los terremotos y al llanto, ella rebusca bajo sus faldas y se convierte en una especie de sacerdotisa que reza en múltiples lenguas.
Silvia es trasfronteriza, la diosa a la que me gustaría adorar en lo que queda de siglo,
catalana que hace flamenco, brasileña que sueña en portugués, cantante de jazz en un club inglés y francesa enamorada. Todas esas voces, todas esas mujeres y una sola. En la que incluso habitan Amy Winhouse y Beyoncé. Redoble final de alegría en un concierto de mucha pena, de honda pena, de sufrir y de llorar. De sentir como los versos acarician las llagas que el desamor o la soledad han ido dejando por nuestras vidas. La bomba que nos provoca lágrimas, la fruta que nos mantiene vivos.
Concierto Silvia Pérez Cruz y Raúl Fernández Miró, Teatro Góngora, Córdoba, 1-10-2014
Fotografías: Madero Cubero (Cordópolis).
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