DIARIO CÓRDOBA, 27-2-2012
Podemos imaginar la emoción que debió sentir Pepita cuando hace un par de domingos, en la soledad de la habitación de su residencia, escuchó la dedicatoria de María León al recoger su Goya por La voz dormida . Seguro que sus ojos frágiles de mujer de cerca de 90 años se llenaron de lágrimas y en su pecho rugió la memoria de una vida de tantos silencios y renuncias. Es fácil imaginar que otras muchas mujeres se sentirían reflejadas en las palabras de María. Unas palabras que las hacían visibles y con las que se volvía a reivindicar la necesidad de reescribir la historia contando con la mitad excluida.
Y es que, a pesar de las conquistas de estos más de 30 años de democracia, la igualdad de género continúa siendo un horizonte. El patriarcado, que es un orden cultural además de una estructura de poder, se resiste a desaparecer, sobre todo por las resistencias de sus vencedores a renunciar a los privilegios. Esta meta, entre otras cuestiones, pasa por dar visibilidad a las que durante siglos estuvieron calladas, así como por reconocer el talento de las que todavía hoy deben demostrar el doble que nosotros sus capacidades para el ejercicio del poder, para el dominio de los saberes o incluso para la creación artística. De ahí que haya una maravillosa conexión entre el Goya a María León, la memoria de Pepita Patiño y la distinción andaluza a Josefina Molina, la cual, amparada bajo una gripe que olía a pretexto, fue ninguneada en los Goya. Demostrándose una vez más que las mujeres pueden haber alcanzado la potestas pero aún no la auctoritas.
La suma de esas tres mujeres, que es a su vez la de tres generaciones de la historia de nuestro país, constituye el hilo de una sororidad que todavía no ha sido lo suficientemente valorada. Ellas representan la lenta y costosa evolución de las mujeres andaluzas a lo largo de casi un siglo en el que han pasado de la negación de su autonomía a la afirmación progresiva de su identidad. Una subjetividad que todavía encuentra dificultades para hacerse con una habitación propia y con una voz reconocida en los espacios comunes. En esa lucha fue pionera nuestra Josefina Molina que, como tantas otras, tuvo que luchar contra los barrotes de la jaula y se dejó la piel en batallas que, al fin, empiezan a incluirse en los libros de texto.
Porque a mí nadie en el colegio, ni en el instituto, ni apenas en la facultad, me contó la historia de mujeres como Pepita, como tampoco me planteó que mujeres como Josefina debían ser parte de la identidad de este Sur tan mariano y tan machista. Hasta hace relativamente poco tiempo, todas ellas permanecieron en la soledad de sus hogares, en el temblor de los diarios ocultos, en las luchas que por no hacerse con espadas no merecieron nunca una portada en los periódicos.
Por todo ello hoy, en la víspera de un día de Andalucía en el que tan pocas cosas hay que celebrar, más nos valdría volver la mirada a estas tres mujeres. Porque ellas no son solo la memoria sino también las raíces de un futuro que o será paritario o no será. El que se adivina en los ojos claros y en la voz tierna pero poderosa de María. Más allá de tópicos y de discursos oficiales, este 28-F debería servir para despertar las voces de las que, durante demasiado tiempo, no estuvieron nunca ni en los himnos ni en los escudos ni en las banderas (salvo para coserlas). Pepita, Josefina, María. El hilo necesario de una esperanza blanquiverde. Los rostros que reclaman igualdad de reconocimiento. Las voces que despiertas deberían hacer despertar a los que continúan empeñados en no querer escucharlas. El coraje y la ternura de un Sur que empieza a descubrir que universal no es sinónimo de masculino.
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