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17/02/2011
Que no nos salven
17/02/2011 OCTAVIO Salazar
Lo dijo Goytisolo en los Encuentros Averroes: necesitamos voces éticas. Nuestra democracia imperfecta reclama más que nunca hombres y mujeres que se rebelen contra la mediocridad, que se muestren libres de ataduras partidistas, que sean capaces de mirar más allá del corto plazo electoral, que crean de verdad en la igualdad y el pluralismo. Ante el cúmulo de despropósitos que se suceden en la vida pública y ante una clase política profesionalizada y esclava de maquinarias oligárquicas es fácil caer en el escepticismo, en la furia castradora, en la comodidad segura de la privacidad. Pero la democracia no puede sobrevivir con una ciudadanía anestesiada y conformista. Necesita de mujeres y hombres comprometidos, críticos, exigentes consigo mismos y con los que los representan. Ahora bien, difícilmente estaremos legitimados para exigir a terceros si nosotros mismos optamos por el silencio cómplice, por el conservadurismo facilón y por la cobardía de no llamar a las cosas por su nombre. Porque en democracia quien calla otorga.
Esta cobardía es especialmente singular en nuestra ciudad. A pesar de llevar como bandera la apuesta por la democracia participativa, en realidad somos una sociedad reaccionaria y pasiva, progresivamente embrutecida y llena de temores frente a los poderes que han ido dibujando un horizonte que a algunos nos da escalofríos. Somos especialistas en crear y alimentar monstruos al tiempo que esperamos permanentemente que alguien nos salve y nos conduzca al paraíso. Pocas ciudades tienen en su memoria reciente personajes paradójicamente tan singulares como Castillejo, Rosa Aguilar o Rafael Gómez. Tan distintos pero tan iguales en su concepción mesiánica del poder y en su visión de los ciudadanos como menores de edad necesitados de tutela. A nadie debería extrañar por tanto que Rafael Gómez aspire a ser alcalde y que incluso logre su acta de concejal el próximo mayo. Durante años fue arropado no sólo por parte de la sociedad civil sino también por instancias públicas que no dudaron en reírle las gracias. Tal vez porque las distancias entre quien promete legalizar todas las parcelas y quien se hizo el ciego ante la construcción de naves ilegales sea menor de la que pensamos.
Tenemos salvadores dentro pero también nos llegan desde fuera. Con frecuencia nos dejamos deslumbrar por quienes parecen descubrirnos el edén o por quienes creemos más libres y capaces que nosotros. En muchas ocasiones, más que abrirnos ventanas, estos mesías nos encierran en su megalomanía, multiplican nuestra desconfianza, construyen edificios con pilares de plastilina y prescinden de muchas de las potencialidades que la ciudad atesora. Todo ello por no hablar de su conservadurismo apenas velado por fuegos de artificio, de sus miedos ante las instituciones o de las apuestas superficialmente arriesgadas que sólo a duras penas oculta el gesto huraño de quien mira por encima del hombro.
Córdoba no necesita salvadores, ni los surgidos de sus entrañas ni los aterrizados desde el corazón de la metrópoli . Córdoba necesita recuperar la confianza en sí misma, aprovechar todos los recursos humanos que siguen sin valorarse en su justa medida, sentirse orgullosa de sus raíces y valiente ante al futuro. Córdoba no necesita programas electorales demagógicos, ni más palmaditas en el hombro. Córdoba necesita líderes capaces de entusiasmar, más pendientes de la excelencia que de su puesto en el partido, capaces de liberarse de redes clientelares y con la suficiente lucidez para mirar más allá de los cuatro años de legislatura. Córdoba necesita más pluralismo y más compromiso, menos incienso y más alegría, menos dogmas y más políticos que se crean su papel de servidores públicos. Si renunciamos a ello, seguiremos en manos de unos mediocres que se creen dioses y de unos cuantos expertos en pescar en ríos revueltos. El mejor escenario para continuar siendo la capital europea con la que siempre soñó la bella durmiente.
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