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31/01/2011 OCTAVIO Salazar
Su voz me ha acompañado a lo largo de toda mi vida y ha formado parte de esa banda sonora que cada uno de nosotros tiene guardada en un lugar movedizo, situado entre el pecho y el vientre. Bailé con ella y con su Rufino cuando era poco más que un adolescente y me sorprendió descubrir que sobre el escenario una mujer podía tener la misma fuerza o más que un hombre. Desgarró mi alma de jovencito enamoradizo cuando la escuché por primera vez cantar un bolero, con el fuego que arranca no de la garganta sino de mucho más abajo. De donde las pasiones pierden el nombre y se convierten en vendavales que desordenan todo el alfabeto. A partir de ese momento, cuando su voz de chica del Norte seducida por el Sur se hizo película, quedé absolutamente desarmado. Fiel cómplice de sus versos de amazona, de sus quejidos de guitarra, de sus movimientos de cuero y bota alta.
Luz es de esas artistas a las que con los años el escenario, en vez de convertirlas en caricatura, las engrandece. Las convierte en una especie de ser de otro planeta, aunque sin perder la cordura que demuestran sus pisadas firmes sobre la tierra. Luz es además de esas mujeres que ha hecho de la discreción una manera de estar en el difícil mundo del espectáculo. Es parca en palabras, pero rotunda en sus afirmaciones. Huye de la tontería como se entrega a la pasión de sus boleros. Concentra todas sus energías en transmitir verdad a cada paso que da, en cada mirada, en cada uno de los recuerdos, los suyos y los nuestros, que llevamos toda una vida compartiendo.
Volver a emocionarme con Luz en el Gran Teatro supuso reencontrarme con un volcán que, tras meses de obligado silencio, resurge con sus ríos de lava multiplicados. Su pelo corto, sus movimientos que parecen añorar solo a medias la melena, sus ojos aún más grandes y expresivos, su cuerpo de mujer capaz de vencer en todas las batallas, volvieron a mostrarme una fuerza que arranca de la tierra y que sube por las piernas, por el vientre, por el pecho, hasta llegar a una garganta que se rompe, que se agrieta, que se entrega.
Luz sobre el escenario es al mismo tiempo muchas mujeres. Descubro en ellas todas las pequeñas, las invisibles, las insignificantes, las que todos los días resucitan y sacan fuerzas de donde no las hay. Las que por ser conscientes de su injusto lugar secundario desarrollan armas que más quisiéramos poseer los hombres. Las que se inventan y reiventan todos los días para no ser prisioneras de esta vida tóxica. Mirar y escuchar a Luz es entender y querer a tantas que como ella se aferran a la vida y consiguen llegar a la meta. Llorar por las que, sin embargo, como mi otra Luz, no consiguieron despertar de la pesadilla. Emocionarte con sus boleros es también asumir la dureza de los días, lo díficil que es declinar acompasadamente amor y libertad.
Los desengaños, las sombras, las nieblas, las cenizas, las cadenas, almas rotas. Hay mucha tristeza en La Pasión , mucho desvarío, mucho puñal, demasiadas lágrimas. Pero también es cierto que quien no arriesga no gana, quien no se atreve seguirá condenado a mirar solitario su piel en el espejo. Eso, y mucho más, es lo que el pasado viernes Luz Casal nos cantó en el Gran Teatro. Empeñada en enseñarnos que valen la pena todos los años de amor, todas las historias compartidas, todos los noes pero también los síes dichos a tiempo. Que es preciso resucitar tantas veces como nos maten, y seguir cantando al sol como la cigarra de María Elena Walsh. Fue así como una vez más caí rendido, fiel escudero de sus boleros, ante la estrella que cada día que pasa se acerca un poquito más a la tierra. Gracias a la vida. Gracias a ti, Luz.

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