Durante muchos años disfruté de la Semana Santa como uno de esos acontecimientos que, más allá de lo religioso, me vinculaban con una suerte de matria en la que se mezclaban memoria y emociones. Pese a mi cada vez más firme agnosticismo, no podía sustraerme al impacto una performance queer en la que mis sentidos quedaban avasallados. De la misma manera que otros rituales colectivos, su carácter temporal y breve, concentrado en apenas unos días, multiplicaba su sentido. Era también una forma de medir el tiempo y de asumir que la belleza es efímera, como la vida es un ciclo en el que no cabe más eternidad que la sucesión intergeneracional de saberes y recuerdos. Todo ello, además, en una celebración que hacía del espacio público un lugar de convivencia y de rebelión incluso frente a la angostura de los templos cerrados y los púlpitos amenazantes. Una fusión de alma mediterránea, Sur enfebrecido y la estética disidente de quienes, en su mayoría, aprendieron a cultivarla bajo la presión de los armarios. Los Cristos y las Vírgenes, muy especialmente las Vírgenes, como espejo y refugio. A mitad de camino entre una madre comprensiva y una Nancy a la que cambiar de vestido sin tener que hacerlo a escondidas.
En la última década, sin embargo, ese cosquilleo que me convertía en un viajero entregado a las calles en plena primavera ha ido desapareciendo hasta convertirse en un hastío que, poco a poco, fue derivando en agrio desánimo y cívico cabreo. Me imagino que como muchos y muchas he ido asistiendo, entre el asombro y la indignación, a la extensión inaudita de aquello que era, justamente por breve y efímero, un reducto para los sentimientos y la celebración común, además de una vivencia religiosa para creyentes. Frente a la esperanza de un marzo o un abril que nos parecía siempre nuevo, ahora cualquier fin de semana se ha convertido en pretexto para que veamos imágenes en procesión, bandas de música que como sigan así pronto necesitarán de un road manager y bullas que, en confusión interesada con las que genera el turismo insostenible que soportamos, transitan por nuestras ciudades cual peregrinos que han de sellar su pasaporte cofrade. De hecho, incluso se ha acuñado el término de “turismo cofrade” con referencia a este fenómeno, lo cual ha alimentado a su vez la búsqueda de los pretextos más variopintos para hacer que cualquier imagen no corra el riesgo de ser cubierta por telarañas en su templo. El colmo de esta deriva digna de estudio sociológico son las denominadas procesiones “magnas”, las cuales vendrían a ser algo así como la expresión suprema de este fenómeno, como el gran parque de atracciones o el festival rock donde confluyen todas las atracciones y las estrellas capaces de provocar delirios. Todo ello, claro está, con la connivencia de unos poderes públicos que nunca antes subvencionaron con tanta alegría este tipo de actividades ni pusieron tantos medios a disposición – véase, Canal Sur – de unas convocatorias que, aunque dicen ampararse en libertades fundamentales como la religiosa, van más allá de esa mera expresión individual y colectiva de unas vivencias – absolutamente respetables y legítimas (lo dice el padre de un hijo entregado a la causa) -, y se han convertido en una mezcla turbia de intereses económicos y adoctrinamiento apenas velado. No es casual, en este sentido, que la explosión de este fenómeno coincida con un momento en el que las iglesias cada vez están más vacías y los seminarios y conventos al borde de echar el cierre, en el que se expanden posiciones políticas y éticas conservadoras y en el que pareciera, muy lamentablemente en el caso de Andalucía, que el turismo es la única vía para salvarnos de la miseria. Un contexto social y cultural que, además, se nutre de miedos, incertezas y desesperanzas, las cuales, entiendo, hacen que la ciudadanía busque refugios colectivos, acontecimientos que nos deslumbren y algo parecido a una leve fe construida sobre los frágiles cimientos de la sentimentalidad. Una deriva que a mí me resulta preocupante por lo que supone casi de única alternativa a una juventud que parece encontrar amparo y placer en la reproducción más viejuna de ritos y fratrías. La prueba, a su vez, de la incompleta transición de este país en materia religiosa y de lo lejano que continúa el laicismo como marco de convivencia de las diversas cosmovisiones de la ciudadanía. Un laicismo que, no se me enfaden, es la mejor garantía para que cada cual le rece al dios que prefiera. Faltaría más.
Párrafo aparte merecería el uso y abuso permanente y excesivo del espacio público por parte de asociaciones privadas, insisto, con absoluta complicidad de las instituciones, hasta el punto de que no dejan de generarse, ahora ya casi todas las semanas, molestias e incomodidades para un vecindario que no deja de encontrar razones para dejar vacío el centro de las ciudades. Lo expresa con toda su rabia un vecino del casco histórico de Córdoba que ha ido viendo como su barrio se ha ido convirtiendo, entre procesiones, verbenas cofrades y maletas de turistas, en un espacio inhóspito. En el que cada vez encuentro menos oportunidades para un ejercicio de la colectividad que no esté trufado de incienso y cornetas, a pesar de los intentos loables de minorías inasequibles al desaliento, y en el que compruebo cómo van desapareciendo sus señas de identidad en nombre de una concepción de lo público que nada tiene que ver con lo común. Una ciudad en la que, no lo olvidemos, tenemos como faro una Mezquita no solo usurpada en su propiedad por la Iglesia sino cada vez más contenida en recipiente de dogmas que nada tienen que ver con su sentido mestizo. En fin, una suma de despropósitos cívicos que me tienen entre atemorizado e indignado, tal vez porque nunca pensé que en pleno siglo XXI vería convertidas las calles en un escenario que creía que era patrimonio del blanco y negro. Por más que Canal Sur y compañía coloreen unas imágenes que compiten los sábados con Cine de barrio.
PUBLICADO EN Cordópolis, 13/10/25:

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