Nos hemos ido convirtiendo en
unos individuos tan ensimismados, tan enclaustrados en nuestro propio “yo”, que
con frecuencia olvidamos que son los otros quienes nos definen. La otredad que
través de nuestra piel porosa es parte de lo que somos. Incluso la muerte,
percibida siempre a través de quienes mueren, nos habla de nosotros mismos. Tal
y como lo explica Ana Carrasco Conde en su libro La muerte en común, cuando
una persona querida fallece hay una oquedad que se abre en nosotros, como un
agujero que tiene que ver con su ausencia pero también con lo vivido y lo
aprendido con ella. De ahí que el duelo sea en gran medida el proceso mediante
el cual reajustamos ese hueco y nos acostumbramos a vivir con él, siendo pues
distintos ya que también nos falta algo de nosotros mismos.
En este inicio de octubre he
sentido como uno de esos agujeros me rompía en dos y me llevaba a ese
territorio incómodo donde la tristeza y la melancolía casi nos paralizan.
Siempre que muere alguien querido los recuerdos se agolpan desordenados y
febriles, haciendo que la cabeza colapse y que, muy a nuestro pesar, acabemos
teniendo constancia cierta de lo que significa el paso del tiempo. En ese
juego, mitad cruel mitad amoroso, vuelan objetos, momentos, palabras, imágenes,
olores. Desde que mi hijo me avisó el jueves por la noche de que su abuela
Elena estaba despidiéndose de la vida, entré en ese bucle desesperado que me
hizo viajar por diarios que casi tenía olvidados y por instantes en los que fui
nutriéndome de amor y sabiduría. Aunque
sean dos palabras muy contundentes, ahora que lo escribo creo que son las que
de manera más precisan describen lo que la madre de la madre de mi hijo me
regaló con esa generosidad que solo cabe en las manos de aquellas a las que la
vida no se lo puso fácil. En su biografía, que puede ser la de tantas mujeres
de esas generaciones que nacieron cuando en este país hubo terminado la guerra
y los vencedores siguieron en sus puestos, es fácil seguir el rastro de lo que
sus manos trabajaron, cuidaron y crearon. Sin necesidad de que ellas supieran
escribir una historia y sin más escuela que los aprendizajes de lo cotidiano.
Elena fue durante décadas y décadas ese ejemplo tan vivo, y tan repetido en
muchas casas, de vivir para los otros y no tanto para ella misma, con una
energía que no dejaba de multiplicarse y que ella, inteligente, mucho más
inteligente que los hombres de su entorno, administraba con prudencia y tino. Como
tantas madres de una determinada época de este país, quiso siempre que sus
hijos y sus hijas estudiaran, que tuvieran una vida propia, que no anduvieran
entre servidumbres y precariedades, en esa línea hoy tan quebrada de un futuro
generacional donde se superaran las carencias anteriores. No puedo sino
recordarla entregada siempre a una actividad incansable, la propia de tantas
heroínas que nunca llegamos a reconocer en un mundo donde solo los hombres
tenían la posibilidad de ser genios. Pero no es esa capacidad que solo decayó
cuando su cuerpo empezó a quebrarse la que hoy siento que más pelea por ocupar
un lugar en mi memoria y en mi corazón. Elena fue siempre para mí una mujer
sabia, con la que era delicioso compartir conversaciones y confidencias (esas
que a veces ella me contaba porque no quería contarlas a sus hijos), con la que
siempre me sentí aprendiz de muchas lecciones que no estaban en los manuales,
con la que me daba mucha cuenta de mis debilidades de hombre criado entre
algodones. Siempre pensé que, de haber
tenido las oportunidades que este mundo puñetero les negó a tantas mujeres,
habría sido una magnífica maestra, o una historiadora intrépida o una cinéfila
con la que compartir tardes de cine y Fotogramas. Toda esa potencialidad estaba en su cuerpo
menudo, en su cabeza bien puesta y en sus manos que no dejaban de limpiar,
cocinar y cuidar. Marido, hijos, nietos, macetas. Por todo ello nunca me perdonaré no haberla
llevado a Roma, la ciudad que siempre soñó con sus ojos claros y curiosos.
Cuando el jueves por la noche me
acerqué al féretro para en silencio conversar por última vez con ella, me
resultó imposible ordenar las palabras y fue Elena, al fin con una paz merecida
tras unos años de vivir casi sin vida, la que se convirtió en catedrática. En
apenas unos minutos me encomendó la tarea de tener presente su mirada en cada
instante que me quedara por vivir, es decir, que el mejor homenaje que podía
hacerle era llevar su legado de mujer generosa y lúcida al futuro de mi hijo y
de sus nietas y nietos, y de sus bisnietas y bisnietos, y de mis alumnos y de mis alumnas, de todo aquel que me lee o
escucha. Una lección que siempre en ella tuvo que ver con lo común, con lo
compartido, con la celebración de estar juntos y de no darle importancia al
bolsillo propio. Ese amparo tan femenino que ella siempre cultivó con la mano
firme de la que sabe bien mezclar los ingredientes en su justa medida para que
el arroz, los rollitos de carne o la ensaladilla sepan a gloria bendita.
En este inicio de otoño, en el
que no quisiera que la tristeza y la melancolía se aliaran para convertirme en
una marioneta, me gustaría volver, como en un flashback de película, a los
domingos de mesa grande, en la que ella siempre se sentaba la última y como de
prestado, para salir corriendo hacia la cocina por si a un nieto había que
prepararle otra comida. A esas navidades
ruidosas y tumultuosas que mi hijo tuvo la suerte de disfrutar. A las cuaresmas
de túnicas por planchar y a los 18 de agosto de tartas heladas y sandía alrededor de
una piscina. En fin, a las meriendas de
tortas de masa recién fritas y de magdalenas cocidas con la magia propia de un
hada/bruja que no es posible encontrar en una receta.
Ojalá a partir de este 2 de
octubre yo sepa ver en cada magdalena de mis desayunos las yemas de los dedos
de Elena, sus manos siempre en movimiento como alas de mariposa, sus mirada
limpia y a veces sufriente, su curiosidad y su inteligencia para descubrir el
corazón de la gente. Nada me haría más feliz, como supongo que también a ella,
que esas magdalenas fueran compartidas por mi hijo. Ese hilo dulce sería la
mejor manera de hacerla eterna. La única eternidad posible. En la que yo creo
al pensar en Elena como parte de mí. Para siempre. Como los bombones con guinda
de cada Navidad.
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