Quizás no haya un tema más transitado por la literatura y el cine que la familia. Ese microcosmos en el que caben todas las pasiones y en el que no siempre, y aunque pueda parecernos hasta paradójico, es posible hallar refugio. Si bien en las últimas décadas hemos avanzado en su declinación en plural, todavía no hemos sido del todo capaces de asumir su verdadera cruz: la familia como origen de vínculos no elegidos y en la que, por tanto, es complicado que respire la autonomía, de ahí las tensiones que son inevitables cuando vamos madurando e incluso nos situamos en las antípodas de quienes pensamos como rocas a las que volver tras los naufragios. En un territorio así es difícil que habite la calma, salvo que se enmascare con ceremoniales y ritos que, tal vez, también necesitamos para no sentirnos del todo a la deriva. Ni que decir tiene que en un contexto así, tan atravesado por la jerarquía y la tradición, quienes casi siempre salen perdiendo son los y las más vulnerables. Que se lo digan a las mujeres que son las que realmente iniciaron hace siglos una cruzada inacabada contra los lazos que hasta matan.
La todavía corta cinematografía de Alauda Ruiz de Azúa no ha hecho otra cosa que poner el foco en ese espacio tan dramático, como nos demostrara en Cinco lobitos y con todavía más peso ético en su extraordinaria Querer. En su última película, Los domingos, vuelve a mirar con ojos curiosos e inteligentes, de esos que se interrogan desde un punto de vista moral, a la familia como lugar donde, casi en un sentido político, vivimos con dureza a veces el conflicto entre libertad y seguridad. La decisión de una joven de 17 años de ingresar en un convento de clausura es la llave que le permite a la directora abrir las entrañas de ese organismo irremediablemente complejo y, de paso, hacer que el espectador y la espectadora se sientan parte de los dilemas que se plantean en la pantalla. Esta interpelación, que es sin duda el efecto que nos demuestra siempre que estamos ante una buena película, se nos hace sin intención de sentenciar ni de dictar moralejas. Justamente una de las grandes virtudes de Los domingos es que opta por adentrarse en los grises y en lo turbio que siempre supone tratar de empatizar con lo que no se entiende o comparte. En ese difícil ejercicio que supone reconocer al otro o a la otra, aunque no tengamos más lugar en el que situarnos que la extrañeza. Una lectura más necesaria que nunca en estos tiempos conflictuales en los que posicionarnos pareciera que nos obliga a esquivar la facultad de interrogarnos.
Alauda Ruiz de Azúa, que en este largometraje consigue el mejor pulso narrativo de su todavía corta carrera, no solo nos está hablando sobre la imposible racionalización de la fe, o sobre ese filo tan peligroso en el que los dogmas se acaban convirtiendo en látigos o en cárcel. Aunque también esos hilos están presentes de manera más o menos explícita en el relato, para mí lo verdaderamente deslumbrante de la película es cómo nos sitúa frente al reto de conquistar nuestra autonomía en un espacio que se basa, de alguna forma, en su negación y, por lo tanto, desde el que es tan complicado, por no decir a veces imposible, reconocer la otredad. En este sentido, Maite, el personaje que interpreta con la hondura e intensidad a la que nos tiene acostumbrados una impresionante Patricia López Arnaiz, representa ese precipicio al que yo como espectador también me asomé al ver la película y ante el cual, a menudo, solo cabe el fuego incesante de la duda, pero también, en cuanto seres dotados de razón y conciencia, nuestra capacidad de autodeterminarnos.
El milagro, y creo que nunca mejor usado este sustantivo, de Los domingos es que su creadora nos sitúa frente al tablero completo, sin que aparentemente tome partido por ninguno de los jugadores, aunque a mí me gustaría pensar que realmente Alauda es Maite. Solo desde ese lugar es posible crear un personaje como el de la monja que interpreta Nagore Aramburu, y a la que yo imagino dándome pellizcos en mis pesadillas de niño, y rodar una escena como esa en la que la joven protagonista, una maravillosa debutante Blanca Soroa, parece hallar respuesta definitiva a las preguntas sobre su vocación. Todos los personajes están tan bien escritos e interpretados que resulta fácil entenderlos y vislumbrar en ellos perfiles que nos resultan reconocibles y con los que, pese a todo, con frecuencia, convivimos en ese junco siempre a punto de quebrarse que es nuestra familia. Desde el padre, tan mediocre en su estatus de proveedor jodido, hasta la abuela, que vale más por lo que calla que por lo que dice, pasando por el cuñado que, siempre desde afuera, aporta la cordura imposible de la tribu, todos ellos nos permiten vernos en esos pasillos a veces asfixiantes del hogar. Donde el papel pintado de las paredes pareciera cubrir sin éxito las heridas y carencias que, como machas de humedad, afean las paredes.
Cuando al final escuchamos la emocionante versión de la canción “Into my arms” de Nick Cave, interpretada por un coro de jóvenes en el que habitan todas las posibilidades del futuro, acabamos teniendo la certeza, una de las pocas por las que apuesta la directora, de que el amor es un salto sin red, pongamos donde pongamos nuestra mirada de enamorados. Y que quizás nuestra errática andadura por la vida tenga mucho que ver con eso que dice la canción: “I don't believe in the existence of angels/ But looking at you I wonder if that's true”. El milagro, en fin, no será otro que conseguir que los ángeles nunca nos roben las alas porque siempre es preferible que nazcan en nuestras espaldas, aunque siempre nos dé vértigo aprender a volar.
Quizás no haya un tema más transitado por la literatura y el cine que la familia. Ese microcosmos en el que caben todas las pasiones y en el que no siempre, y aunque pueda parecernos hasta paradójico, es posible hallar refugio. Si bien en las últimas décadas hemos avanzado en su declinación en plural, todavía no hemos sido del todo capaces de asumir su verdadera cruz: la familia como origen de vínculos no elegidos y en la que, por tanto, es complicado que respire la autonomía, de ahí las tensiones que son inevitables cuando vamos madurando e incluso nos situamos en las antípodas de quienes pensamos como rocas a las que volver tras los naufragios. En un territorio así es difícil que habite la calma, salvo que se enmascare con ceremoniales y ritos que, tal vez, también necesitamos para no sentirnos del todo a la deriva. Ni que decir tiene que en un contexto así, tan atravesado por la jerarquía y la tradición, quienes casi siempre salen perdiendo son los y las más vulnerables. Que se lo digan a las mujeres que son las que realmente iniciaron hace siglos una cruzada inacabada contra los lazos que hasta matan.
La todavía corta cinematografía de Alauda Ruiz de Azúa no ha hecho otra cosa que poner el foco en ese espacio tan dramático, como nos demostrara en Cinco lobitos y con todavía más peso ético en su extraordinaria Querer. En su última película, Los domingos, vuelve a mirar con ojos curiosos e inteligentes, de esos que se interrogan desde un punto de vista moral, a la familia como lugar donde, casi en un sentido político, vivimos con dureza a veces el conflicto entre libertad y seguridad. La decisión de una joven de 17 años de ingresar en un convento de clausura es la llave que le permite a la directora abrir las entrañas de ese organismo irremediablemente complejo y, de paso, hacer que el espectador y la espectadora se sientan parte de los dilemas que se plantean en la pantalla. Esta interpelación, que es sin duda el efecto que nos demuestra siempre que estamos ante una buena película, se nos hace sin intención de sentenciar ni de dictar moralejas. Justamente una de las grandes virtudes de Los domingos es que opta por adentrarse en los grises y en lo turbio que siempre supone tratar de empatizar con lo que no se entiende o comparte. En ese difícil ejercicio que supone reconocer al otro o a la otra, aunque no tengamos más lugar en el que situarnos que la extrañeza. Una lectura más necesaria que nunca en estos tiempos conflictuales en los que posicionarnos pareciera que nos obliga a esquivar la facultad de interrogarnos.
Alauda Ruiz de Azúa, que en este largometraje consigue el mejor pulso narrativo de su todavía corta carrera, no solo nos está hablando sobre la imposible racionalización de la fe, o sobre ese filo tan peligroso en el que los dogmas se acaban convirtiendo en látigos o en cárcel. Aunque también esos hilos están presentes de manera más o menos explícita en el relato, para mí lo verdaderamente deslumbrante de la película es cómo nos sitúa frente al reto de conquistar nuestra autonomía en un espacio que se basa, de alguna forma, en su negación y, por lo tanto, desde el que es tan complicado, por no decir a veces imposible, reconocer la otredad. En este sentido, Maite, el personaje que interpreta con la hondura e intensidad a la que nos tiene acostumbrados una impresionante Patricia López Arnaiz, representa ese precipicio al que yo como espectador también me asomé al ver la película y ante el cual, a menudo, solo cabe el fuego incesante de la duda, pero también, en cuanto seres dotados de razón y conciencia, nuestra capacidad de autodeterminarnos.
El milagro, y creo que nunca mejor usado este sustantivo, de Los domingos es que su creadora nos sitúa frente al tablero completo, sin que aparentemente tome partido por ninguno de los jugadores, aunque a mí me gustaría pensar que realmente Alauda es Maite. Solo desde ese lugar es posible crear un personaje como el de la monja que interpreta Nagore Aramburu, y a la que yo imagino dándome pellizcos en mis pesadillas de niño, y rodar una escena como esa en la que la joven protagonista, una maravillosa debutante Blanca Soroa, parece hallar respuesta definitiva a las preguntas sobre su vocación. Todos los personajes están tan bien escritos e interpretados que resulta fácil entenderlos y vislumbrar en ellos perfiles que nos resultan reconocibles y con los que, pese a todo, con frecuencia, convivimos en ese junco siempre a punto de quebrarse que es nuestra familia. Desde el padre, tan mediocre en su estatus de proveedor jodido, hasta la abuela, que vale más por lo que calla que por lo que dice, pasando por el cuñado que, siempre desde afuera, aporta la cordura imposible de la tribu, todos ellos nos permiten vernos en esos pasillos a veces asfixiantes del hogar. Donde el papel pintado de las paredes pareciera cubrir sin éxito las heridas y carencias que, como machas de humedad, afean las paredes.
Cuando al final escuchamos la emocionante versión de la canción “Into my arms” de Nick Cave, interpretada por un coro de jóvenes en el que habitan todas las posibilidades del futuro, acabamos teniendo la certeza, una de las pocas por las que apuesta la directora, de que el amor es un salto sin red, pongamos donde pongamos nuestra mirada de enamorados. Y que quizás nuestra errática andadura por la vida tenga mucho que ver con eso que dice la canción: “I don't believe in the existence of angels/ But looking at you I wonder if that's true”. El milagro, en fin, no será otro que conseguir que los ángeles nunca nos roben las alas porque siempre es preferible que nazcan en nuestras espaldas, aunque siempre nos dé vértigo aprender a volar.
Publicado en el Blog Quién teme a Thelma y Louise, de Cordópolis:

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