Una casa llena de libros. Así definió José Saramago la vivienda en la que pasó la mayor parte de sus últimos 18 años y en la que, entre otras, escribió obras que parecen escritas al hilo de acontecimientos presentes como Ensayo sobre la ceguera. Ni en mis mejores sueños pude imaginar que un día yo estaría en esa casa, gracias a la hospitalidad de dos familias, la Saramago-Del Río y la Pérez-Fígares/Del Río, y que presentaría en su Biblioteca uno de mis libros. Lo que he podido vivir en ese espacio de acogida viene a cerrar una especie de círculo mágico que sin darme cuenta empecé a recorrer cuando hace décadas leí entusiasmado los Cuadernos de Lanzarote, ese lugar donde la escritura de Saramago se transformó en una suerte de bisturí capaz de abrir las conciencias de los lectores. Los olivos, el olmo y los granados del jardín, la cocina para conversar y tejer vínculos, el estudio donde José escribía sobre una mesa de pino con las patas mordidas por sus perros. Fui incorporando a mis bolsillos todos y cada uno de los rincones y de los objetos, como uno de esos niños traviesos que en una tienda de chucherías no es capaz de decidir con cuál quedarse. Pero, sobre todo, soñé con convertirme en una polilla, de esas que tan bien describiera Virginia Woolf en busca de la luz, para así poder quedarme revoloteando por las estanterías de la Biblioteca. Un lugar ordenado al margen de criterios ortodoxos y en el que las mujeres escritoras ocupan, poderosas, el lugar que les negaron y en el que afortunadamente no tienen que lidiar con genios misóginos.
Decía Saramago que los libros hay que abrirlos
con cuidado porque en ellos está el autor o la autora, como si fueran un arca
en la que habitan todas las grandezas y complejidades, también las quiebras,
propias de un ser sintiente. De esta manera, en una biblioteca, muy
especialmente en la de su casa, pero en cualquiera de las muchas en las que yo
me he sentido siempre un forastero acogido, habitan muchas personas. Una suma
admirable de continentes y lenguas, de otredades y disidencias, de lenguas y
corazones abiertos. El mejor territorio desde el que despertar virtudes éticas
como la compasión o la empatía. Un refugio frente a los bombardeos con que el
odio y la violencia destruyen lo común y nos atrincheran bajo el miedo y la
cobardía. Paseando entre los libros que un día tocaron las manos de José,
conversando con Pilar del Río sobre la necesidad de recuperar la alegría como
estrategia política, volví a darme cuenta de lo necesitado que estoy, en cuanto
ser vulnerable que soy, de los mundos creados por otros y por otras, de las
palabras que tengo en la punta de la lengua y que encuentro escritas en los
libros, del abrazo que siento cuando en una novela me descubro imperfecto y
eterno aprendiz.
En este mes de abril de rosas y libros, de
estanterías que salen a la calle y se desbordan en forma de versos, de
celebraciones y memoria republicana, y tras haber redescubierto en Lanzarote
horizontes de posibilidad que pensé marchitos, reivindico el poder sanador de
las bibliotecas y la energía transformadora de las cocinas. La luz política de
las páginas compartidas y la belleza que reside en la yema dorada de un huevo
en el que mojar pan, bendito pan que diría Almudena, es casi una manera de
estar en el mundo. Todo eso y más me
traje de la Casa de José, desde la que siempre es posible mirar el mar como esa
puerta abierta a la suma de tierras donde no sobra nadie. En este abril, en el
que imagino que empieza todo, me convierto al fin en polilla que borra las
fronteras entre los jardines y las bibliotecas. Deseoso de que esta revolución,
tricolor y libresca, desborde la casa del autor de Memorial del convento
y nos contagie con su aroma de café, pan con aceite y polvo enamorado.
* ARTÍCULO PUBLICADO EN EL NÚMERO DE ABRIL/MAYO DE LA REVISTA GQ
Comentarios
Publicar un comentario