En este mundo tan transparente y luminoso, tan lleno de ruido y griterío, busco cada vez más los espacios en los que la luz no me ciega – ay, las salas de cine – y los momentos en que solo escucho mi respiración. Estas huidas momentáneas son la expresión de un estatus privilegiado del que, pese a su miopía y esos ruiditos incómodo en los oídos, se sitúa en un mundo hecho a medida de sus capacidades. La ilusión de la igualdad formal, sobre la que forjamos el constitucionalismo contemporáneo y una organización social supuestamente garantista de nuestros derechos, cada vez puede esconder menos la realidad de que solo una minoría, una elite, representamos al sujeto que la Modernidad colocó en el centro. Un individuo sesgado - por razones de género, de edad, de capacidades, de nacionalidad – que ha prorrogado jerarquías y exclusiones. Muchas de ellas, pese al avanzado Derecho antidiscriminatorio, continúan expulsando a las afueras a quienes no encajan en una referencia que es androcéntrica y capacitista. De ahí la importancia de que desde la cultura, que es esencial para la construcción de imaginarios colectivos, se hagan visibles las diferencias y las heridas que en muchos casos provocan. Algo que están sabiendo hacer muy bien especialmente las cineastas españolas que, al fin, están poniendo el foco en realidades que han permanecido en los márgenes y que no dejan de insistirnos en que lo personal es político.
Eva Libertad continúa esa genealogía de creadoras que han decidido hablarnos de lo invisible y que con un compromiso artístico, pero que también es ético, dan valor a aquello que nunca lo tuvo en un mundo hecho a imagen y semejanza masculina. En su película Sorda, triunfadora en el festival de Málaga, convierte en protagonista del relato a Ángela, una mujer no oyente que se convierte en madre y que vive las angustias de esa intersección de circunstancias. Rodada como quien anda de puntillas por lo cotidiano, sin estridencias y con serenidad, Libertad logra que nos pongamos en la piel de quien se siente en las afueras y que ve multiplicados sus sentimientos de exclusión cuando se enfrenta al papel de cuidadora de una hija que sí es oyente. Escenas como la del parto nos muestran que tenemos un mundo hecha a medida de unos cuantos y que, pese a nuestra bienintencionada tolerancia, aún no somos capaces de reconocer el valor de las lenguas plurales, de los signos que para otras y otros son su pasaporte, de las múltiples maneras en definitiva de ser humano. La interpretación de Miriam Garlo, actriz sorda, consigue que justamente podamos poner nombre a todas las emociones y dilemas que atraviesan a su personaje. Y que las entendamos.
En todo caso, me parece que lo más interesante de Sorda es cómo nos cuenta la relación entre Ángela y su pareja Héctor, interpretado por un Álvaro Cervantes que nos comunica a la perfección su complejo lugar y su ternura admirable. Las palabras, los silencios y los signos que circulan entre ellos dotan de intensidad dramática a una historia que nos subraya cómo un hijo o una hija generan una revolución en la vida de pareja, y más, como en este caso, cuando la madre siente que no tiene espacio en un mundo de oyentes al que pertenece la hija. Todo ello en un proceso en el que ella también se mira en el espejo y se pregunta por su identidad, por su mismidad, por cómo seguir siendo ella en un contexto en el que se le exige ser para otros. No en vano ella moldea con sus manos el barro para sacar de él formas bellas que acogen. Héctor, que es un padre cuidador y tierno, un hombre bien alejado de los patrones clásicos de la masculinidad ausente y desvinculada, trata de tender puentes, pero también se equivoca, duda y hasta se enfada. El duro aprendizaje de la paternidad y las lecciones, a veces dolorosas, de la vida en común. Imperfecta, árida, incómoda a veces y necesitada de paciencia. Y de traducción.
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