Desde que se convirtiera en la triunfadora de los Óscar, no he dejado de escuchar y leer comentarios sobre la película Anora que me han llevado a pensar que yo había visto una historia completamente distinta a la que algunas mujeres atacaban en redes sociales calificándola incluso de “mierdón” (sic). De ahí que incluso me sienta en la necesidad de volver a verla para comprobar si efectivamente mi condición de varón me nubló la vista. El análisis más sorprendente, precisamente, fue el de un hombre, Boris Izaguirre, que, en un programa de Movistar, tras confesar que no la había visto, y siguiendo el testimonio de un amigo, la calificó como “la Pretty Woman del siglo XXI”. Aunque es evidente que cada espectadora y cada espectador vemos una película distinta, y ahí reside en gran medida la magia del cine, me han llamado la atención los ataques sistemáticos a la de Sean Baker por entender que romantiza la prostitución y que incluso la promueve. Más allá de que todo creador es absolutamente libre para enfocar una realidad desde su mirada, y teniendo en cuenta que la del sistema prostitucional es tan compleja que sería imposible compilarla en un solo relato, no salí de Anora con la sensación de que me hubieran vendido una apuesta por la regulación del trabajo sexual ni mucho menos su conversión en un destino ideal, algo que sí evidentemente han hecho películas como Pretty Woman o incluso, en otra línea, las Princesas de Fernando León de Aranoa. Una opción, la de su regulación como trabajo, que forma parte de las realidades jurídicas de muchos países, que es defendida por mujeres a las que yo no me atrevo a quitarle el carné de feministas y que, como mínimo, merece ser objeto de debate democrático en lugar de batalla que las continúa dejando a ellas, las excluidas, en una posición de insoportable debilidad. En mi caso, tengo claro desde hace tiempo que la clave de la prostitución, que está íntimamente unida no solo al orden patriarcal sino también a las dinámicas capitalistas, se halla en una masculinidad que normaliza y legitima la explotación y, en consecuencia, en la necesidad de que los hombres nos cuestionemos cómo seguimos amparando prácticas que reproducen jerarquías y que nos siguen colocando en la posición de “putos amos” con mujeres siempre a nuestra disposición.
En coherencia con lo que Sean Baker ha hecho habitualmente en su cine, Anora vuelve a poner el foco en los sujetos que están en las afueras, en quienes habitualmente no protagonizan los relatos masivos, en los individuos que forman parte de esa clase obrera precaria sobre la que se edifican los imperios de unos pocos, y todo ello desde un compromiso crítico con todas las dinámicas políticas y económicas que generan injusticias y exclusiones. En la historia que nos cuenta en esta ocasión, que tiene además la inteligencia de jugar con la comedia sin que ello suponga quitar ni un ápice de profundidad a las heridas que vemos abiertas en pantalla, la protagonista es una chica joven que, lejos de vivir en el mejor de los mundos posibles, forma parte de esa industria sexual que mueve millones y que está hecha por y para los deseos de los hombres. En ningún momento yo la vi disfrutando de su lugar en el mundo, sino más bien atravesada por carencias, soledades y una extrema vulnerabilidad (y no solo económica). Las cuales, lejos de solventarse, se multiplican cuando se deja llevar por lo que ella percibe como una posible historia de amor, tal vez liberadora, y que acaba sin embargo llevándola a un pozo más profundo. No olvidemos que tanto ella, como el chico ruso por el que se deja llevar, son casi unos niños a los que la vida los ha colocado, de maneras opuestas, en la tesitura de vivir como adultos. En este contexto, el retrato que Baker nos ofrece de los hombres en la película, desde el joven protagonista hasta los secundarios, no puede ser más demoledor. Nada que ver, por cierto, con el Richard Gere al que tanto nos costó ver como un putero. La comedia los lleva al extremo del ridículo justo para que nos demos cuenta de cómo son individuos que reproducen fielmente los mandatos de la masculinidad más tóxica, que están acostumbrados a ejercer poder y violencia para mantener su estatus y que, además, forman parte de una red, asquerosa red, que es la mano que mece la cuna de este mundo a la deriva. Si hubiera alguna duda del mensaje de Baker, que por supuesto como artista es libre de optar por el que quiera por más que nos pudiera parecer intolerable, el final de la película, que es sin duda uno de los más tristes y hermosos del cine reciente, le da sentido completo al relato y cortocircuita cualquier posible vía abierta a esa supuesta mirada banal o hasta romántica sobre la prostitución que algunas espectadoras han visto. Me cuesta imaginar que después de todo el recorrido de la protagonista, y de ese final en el que es más que evidente que la prostitución no puede ser una vía de emancipación personal - como tampoco lo es el amor romántico ni ninguna otra estrategia amparada por el orden que nos hizo a nosotros los protagonistas- , las chicas jóvenes aspiren a tener ese destino y lo anoten en su agenda de salidas profesionales. Un horizonte que siempre será incompleto si los hombres, jóvenes y no tan jóvenes, no nos rebelamos contra los mandatos de la masculinidad patriarcal y no empezamos, como vemos al final de la película a través del personaje de Igor, a romper los pactos y las expectativas que hoy por hoy nos siguen definiendo. La única llave, entiendo, para ir acabando con todas las violencias que siguen sufriendo las que desde las islas televisivas parecieran soñar con tener un Montoya en sus vidas.
PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO, 9/3/25:
https://www.publico.es/opinion/columnas/ninas-querran-anora.html
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