Sí, soy uno de los muchos espectadores que han sido zarandeados por la miniserie Adolescencia y que han admirado no solo su brillantez formal sino también la lucidez de sus creadores en el retrato de un fragmento de nuestro presente. La historia que nos plantea la serie británica, sustentada no solo en un montaje admirable sino también en unas interpretaciones impecables, tiene la capacidad de removernos y de dejarnos tocados porque nos habla de nosotros mismos, del aquí y del ahora, aunque lo haga poniendo el foco de manera más expresa en quienes viven esa etapa de la vida tan habitualmente compleja y turbulenta. Sin embargo, y esta es la clave sobre la que tal vez no estemos reflexionando suficientemente, lo que vemos en la pantalla hace que nos sintamos reflejados desde múltiples perspectivas. En mi caso, como padre, como docente y, claro, como hombre que vive en un contexto de privilegio y que lleva ya una larga temporada cuestionando el traje de la masculinidad. En cuanto espectador atravesado por todas esas variables, he de confesar que Adolescencia no me ha descubierto nada nuevo, sino que simplemente me ha venido a corroborar lo que hace ya algún tiempo vengo detectando entre los más jóvenes con los que me encuentro y trabajo. Y me refiero no solo a los chicos y a las chicas que llegan a la Facultad, que aunque mayores de edad arrastran ahora más que nunca una incertidumbre y provisionalidad más próxima a la pubertad que a la adultez, sino también, y sobre todo, a quienes me encuentro en centros de secundaria con los que cada vez me resulta más complicado entablar una conversación en torno la igualdad.
En todas las ocasiones en que, como una especie de sujeto extraño, aterrizo en un centro de enseñanza secundaria, acabo con la sensación de que no estamos siendo inteligentes a la hora de leer lo que está pasando entre los más jóvenes, que no estamos poniendo en marcha tácticas de escucha y que seguimos empeñados en usar viejas herramientas y paradigmas que ya no sirven para afrontar la educación de las nuevas generaciones. Todo ello en un contexto, el de un sistema educativo anquilosado y el de unos profesionales de la enseñanza sin instrumentos ni en muchos casos compromiso real para asumir su papel de educadores para la ciudadanía (que siempre ha de ser también cuidadanía), que apenas suma al de unas familias que cada vez estamos más perdidas y desubicadas entre los agobios cotidianos, la ruptura progresiva de roles de género o la presión de un sistema que ha desvirtuado completamente nuestro papel de cuidadores que aman y educan necesariamente desde la imperfección. En uno y otro lugar las deserciones son cada vez más frecuentes y ese vacío, que es un vacío político, está siendo invadido por las dinámicas seductoras del mercado y las tecnologías, por la urgencia de los escaparates digitales y, lo que es más peligroso, por los discursos y propuestas reaccionarias que tratan de convencer de la que la clave para ser mejores y más felices no es la emancipación sino más bien la sujeción a un orden tradicional y la búsqueda de una suerte de paraíso perdido. Una estrategia que de manera muy evidente seduce a unos varones como mínimo desubicados ante un orden de género que, afortunadamente, se desmorona pero que carecen de recursos, empezando por los emocionales, para resituarse en un nuevo pacto de convivencia. Todo ello, además, sazonado por unas brechas económicas que hemos diluido entre conflictos identitarios y las ilusiones propias de la igualdad de oportunidades.
Me preocupa especialmente que, más allá de los cada vez más ruidosos y combativos jóvenes reactivos, me esté encontrando a menudo con unos jóvenes infelices, a los que les cuesta muchísimo pensar en clave de futuro, que han visto progresivamente atrofiada su imaginación y que parecieran estar sin energía, como esos juguetes a los que vemos casi a cámara lenta cuando les van fallando las pilas. Tras los gritos y los muchos silencios detecto dolor, heridas, soledades. Y me faltan o me fallan las tácticas y las estrategias para romper el muro. En este sentido, me inquieta cómo a la vez insistimos en lanzar mensajes castigadores y culpabilizadores, con una mirada absurdamente adultocéntrica y en la que resulta tan fácil para nosotros escurrir el bulto y lanzar toda la mierda, que es nuestra, en las mochilas de nuestros hijos y nuestras hijas. Tal vez deberíamos empezar a cambiar los movimientos y a usar las preguntas y las dudas como arma de la que no salen balas sino puentes. Algo que cada vez veo más claro con respecto al que es, para mí, uno de los temas centrales de Adolescencia: la subversión de una masculinidad que es como una jaula y que en la actualidad es fácil que asuma el rostro del agravio y la ira. De ahí las comunidades crecientes de hombres, de todas las edades, pero muy especialmente más jóvenes, que se hermanan desde el aislamiento y la rebeldía que hoy confunden con esquivar cualquier propuesta que los lleve, que nos lleve, a ponernos delante del espejo. De ahí a convertir a las mujeres, y en general a los otros, en un enemigo hay solo un paso.
Además de conmocionarnos con una serie tan bien pensada y contada como Adolescencia, deberíamos leer a mujeres como Almudena Hernando o Lola López-Mondéjar. Ambas nos advierten de cómo están cambiando las subjetividades, en otras cosas, pero no solo, por los cambios tecnológicos y la presencia masiva de lo digital/audiovisual en nuestras vidas. Una transformación que no estamos asumiendo en serio quienes nos dedicamos a educar, y no solo como docentes, sino en general como sujetos adultos que socializamos con simplemente nuestra manera de estar, o no estar, en el mundo. Todas y todos, y muy especialmente los más jóvenes, nos estamos convirtiendo en esos sujetos invertebrados desde el punto de vista ético, sin relato, como nos explica López-Mondéjar en su último libro. Seres pues que hemos ido atrofiando nuestra capacidad narrativa, de auto-narrarnos, pero también, al mismo tiempo, nuestra capacidad de escuchar y de tolerar las fricciones que son consustanciales a la conversación y la democracia. Frente a las utopías revolucionarias que nos ponen siempre en relación con otros, hemos acabado empequeñecidos por la potencia de unos egos narcisistas y de unas dinámicas sociales que apenas riman con dialogar y cohabitar.
Creo que Adolescencia nos duele tanto porque, aunque no seamos conscientes del todo, o no lo hayamos meditado con una cierta hondura, nos está mostrando ese rostro propio que no nos atrevemos a ver. De ahí que por momentos se convierta casi en una película de terror. Y no solo porque vayamos descubriendo los ángulos oscuros del joven protagonista, o porque empaticemos con el ejercicio de una paternidad/maternidad que me temo siempre está condenada al desastre, o porque nos salpique la extrema violencia que el mundo en que vivimos transpiran tantos espacios. La serie de Netflix nos escuece mucho porque deja al descubierto nuestras incompetencias y debilidades, nuestro fracaso personal y colectivo, nuestros miedos y nuestras desesperanzas. La buena noticia sería que su visionado, y nuestras posteriores reacciones, fueran el primer paso para rebelarnos contra la melancolía. O, lo que es lo mismo, para que empezáramos a recuperar el timón de nuestro propio relato. Una tarea, no lo olvidemos, que es personal y política.
Publicado en DIARIO PÚBLICO, 26 de marzo de 2025:
https://www.publico.es/opinion/columnas/adolescencia-relato.html
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