Según el diccionario de la RAE, un destello es un “resplandor vivo y efímero, ráfaga de luz que se enciende y amengua o apaga casi instantáneamente”. Se me ocurre que no habría ningún problema en cambiar destello por vida y la definición funcionaría igualmente. Supongo que algo así es lo que ha pretendido sugerirnos Pilar Palomero con el título de su última película, basada en un relato de Eider Rodríguez, cuyo título, “Un corazón tan grande”, incluso perfila mucho mejor la potencia de lo que nos cuenta. Siguiendo el mapa que la directora ya había trazado con sus dos anteriores películas, Las niñas y La maternal, la directora vuelve a poner el foco en esas dimensiones de lo cotidiano que no han merecido una singular atención en los relatos cinematográficos. Un recorrido que viene a constituir casi un tríptico cosido por la encarnación de la vida en las mujeres, en sus cuerpos y en sus emociones, en ese lugar que todavía hoy siguen ocupando en un mundo hecho a imagen y semejanza de los hombres. Hay, además, en las tres historias, un nexo común que son las mujeres que se abren a la vida, adolescentes y jóvenes que se mueven, todavía hoy, en equilibrios a veces difícilmente sostenibles y cuyos rostros, en manos de Palomero, se convierten en un horizonte de posibilidad.
La historia de una mujer, Isabel, que asume el “marronazo” - en sus propias palabras – de estar presente en los últimos días del que fue su marido, Ramón, nos lleva de la mano por un recorrido emocional con el que es imposible no identificarse. Un recorrido que nos coloca delante del espejo de nuestras vulnerabilidades, de nuestras necesidades de cuidados y de la interdependencia sobre la que se forja nuestro ser de humanos con fecha de caducidad. Frente a unas dinámicas sociales que nos llevan justo en la dirección contraria, Los destellos nos sugiere que otra vida es posible solo con activar emociones y valores que tienen que ver con la feminista ética del cuidado, además de reivindicar, en un sentido incluso político diría yo, la bondad en unos tiempos en los que pareciera que es una virtud que resta. Contada sin grandes alardes, y aún con el riesgo de caer en una cierta frialdad que no favorece la empatía del espectador, la película nos lleva de la mano de tres personajes – el padre, la madre y la hija, que es en gran medida la que cose las costuras y la que reclama generosidad – que nos dan una hermosísima lección sobre cómo construir y mantener los vínculos. Sobre cómo articular otras comunidades de afectos que no tienen ya que responder a los estrechos márgenes de los modelos familiares de antaño. En este sentido, el papel de la pareja de Isabel, Nacho, interpretado en un registro completamente distinto a lo habitual en él por Julián López, es todo un ejemplo de cómo reubicarnos en un contexto maravillosamente complejo y de cómo, en situaciones como ésta, la hombría siempre ha sido un factor en contra. El músico generoso y que calla, y que acompaña, bien podría ser un ejemplo de otra forma de masculinidad.
Las ajustadas y complejas interpretaciones de la siempre maravillosa Patricia López Arnaiz, de un Antonio de la Torre que ha hecho cuerpo el ser de un hombre en estado máximo de fragilidad, y sobre todo de una debutante Marina Guerola, cuya mirada es la llave que abre todas las puertas, son la pieza central de esta pequeña gran película. Un relato en el que Pilar Palomero vuelve a regalarnos ráfagas de belleza y poesía – la luz del sol que se refleja en los rostros y en las vidas, los pasillos y las habitaciones por donde circulan los corazones grandes, el limonero que crece y la melancolía de Juan Ramón - , destellos con los que la historia se convierte en una fábula esperanzada. Sobre cómo repensar los lazos sin los que seríamos seres a la deriva y sobre cómo integrar de una vez por todas no solo la muerte, sino el morir, el buen morir, en el itinerario que da sentido a nuestros días.
Al final de esta historia de autobuses y casas por construir, de habitaciones cerradas y libros por escribir, de hombres potencialmente artistas y mujeres artesanas, me asalta una pregunta: ¿habría sido la historia la misma si la cuidada hubiera sido ella y el cuidador él? ¿habría cambiado el relato si en lugar de una hija el ingeniero agrónomo en construcción hubiera sido un chico? Tal vez sí. Y ante esta respuesta me asalta la duda de si no estamos volviendo a subrayar el eterno femenino de la bondad, la entrega y la generosidad.
PUBLICADA EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, DE CORDÓPOLIS:
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