Hay en el cine de Paula Ortiz una constante que no es otra que reflejar la lucha de las mujeres por liberarse de diferentes prisiones. Esa pelea contra los barrotes de la jaula estaba presente en De tu ventana a la mía, en La novia y no digamos, en clave teológica y espiritual, pero también política, enTeresa. Con todas ellas, su última película, La virgen roja constituiría una suerte de tratado en el que podríamos recorrer, por distintas épocas de la historia de nuestro país, cómo mujeres distintas, pero sometidas a unos mismos carceleros, han ido abriendo ventanas. Liberándose de amores posesivos, de familias castradoras o de púlpitos donde el verbo era cosa de los dioses, o sea, de los hombres. Todo eso Ortiz nos lo ha contado siempre con una tendencia, a veces excesiva, a recrearse en las formas, empeñada en coser, y no siempre de manera acertada, ética y estética. En este sentido, su voz es una de las más personales y reconocibles en la hornada de directoras españolas que en los últimos años están abriendo las pantallas a historias que nunca se contaron. O que no lo hicieron de la forma en que ahora ellas deciden hacerlo.
La historia de Hildegart Rodríguez, esa “mujer del futuro” creada y manufactura por una madre, Aurora, que casi podría haber sido una criatura terrorífica de una película de Lanthimos, tenía todos los ingredientes para que Paula Ortiz la llevara a su terreno. Y lo ha hecho convirtiéndose en la que es, sin duda, su mejor película. En mi recuerdo estaba la versión cinematográfica que rodó hace décadas Fernán Gómez con una superlativa Amparo Soler Leal, realizada en una época en la que lamentablemente en este país todavía no había empezado a hacerse visible la memoria relacionada con las mujeres, muy especialmente con las que durante los años 20 y 30 del pasado siglo en nuestro país representaron una luminosa subversión tan dramáticamente luego silenciada. Afortunadamente, la directora de La novia ha sabido ir más allá de los textos ya conocidos y no se ha limitado a hacer una traducción correcta de la historia. Por el contrario, se la ha llevado a su terreno y a su lenguaje, dotándola de una fuerza narrativa, de una solidez formal y de una potencia política como hace tiempo que yo no veía en nuestro cine. Con una brillantez estética que es marca de la casa, y que aquí se recrea en una cuidadísima ambientación, en una fotografía que nos mueve y remueve (las habitaciones y las galerías de la casa, la atmósfera de las reuniones políticas, el blanco de la calle y de las gentes ) y en un uso de la música que, cuando debe, nos lleva casi al cine de terror, La virgen roja es una de esas películas que, además de contarnos una realidad que supera la ficción, nos está hablando de nosotros y de nosotras. Del aquí y del ahora. Y tal vez sea ese uno de los mayores méritos de la directora, conseguir que la historia de Aurora y su hija, ese jardín de las batallas y de la sabiduría, entable una conversación con nuestro presente.
Porque el relato sobre cómo una madre/Frankenstein se convierte en un monstruo y entiende a su hija como una obra esculpida para liderar un hipotético futuro de liberación nos advierte de cómo cualquier idea deja de ser sabia cuando se convierte en grillete. De cómo la distancia entre el pensamiento libre y los dogmas que atenazan es tan pequeña como el espacio que media entre el gatillo de una pistola y el dedo que lo aprieta. De cómo, por más brillante que en teoría sea un proyecto político, corre el riesgo de convertirse en polvorín si carece del nervio de la carne y de lo colectivo. Y de cómo, en los cuerpos humanos que somos, habitan los deseos, la imperfección y el ansia por comunicarnos, entrelazarnos y con frecuencia equivocarnos. Y en ese afán de equívocos también están el sexo y el amor. Unos procesos que solo caben cuando el discurrir baja de la tribuna y se hace albero. Algo que todavía parece por aprender para quienes, como vemos en la película, diseñan programas pluscuamperfectos que fácilmente traicionan o para quienes, como con tanta frecuencia vemos en estos tiempos, incluido un cierto sector del feminismo, conciben sus ideales con un catecismo que obliga a todos, y muy especialmente a todas las mujeres, a vestir ropas del mismo color.
Si La virgen rota consigue volar tan alto no es solo por su impecable factura técnica, sino también, y sobre todo, por unas interpretaciones que tienen el gran mérito no solo de brillar por sí mismas sino de compartir todas un mismo tono. Hasta los rostros que apenas hablan unos minutos o los que solo vemos formando parte de un paisanaje comunican a la perfección el sentido de la historia y del momento en que sucede. Sorprende una Aixa Vilagrán que se hace con varias escenas y que nos ofrece una Macarena que es el retrato de tantas mujeres a las que les tocó estar en un lugar como el suyo, como también lo hace una Alba Planas que compone una Hildegart con la que vamos viviendo, a flor de piel, todo su proceso de emancipación. Hasta llegar a ese maravilloso vestido rojo que bien podría haber sido el verde de la Adela lorquiana.
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