Supongo que la mayoría de las mujeres y de los hombres de mi generación tenemos muchos recuerdos ligados al cine. A la experiencia de vivir en una sala a oscuras, y rodeados de extraños, ese singular proceso que te lleva a empatizar con otros, a emocionarte con vivencias ajenas y a abrir ventanas en un mundo que, al menos entonces, era mucho más pequeño que el presente. Aunque es cierto que en la actualidad consumimos más productos audiovisuales que nunca, el ritual de ir al cine se ha convertido en minoritario y me temo que estamos educando a generaciones que carecerán de memoria cinematográfica. Quizás porque para los y las más jóvenes lo relevante es vivir acontecimientos puntuales, apurar instantes hasta el máximo y dejarse arrastrar por un presente que les cortocircuita la melancolía y les ahorra los augurios. Todo eso además en el contexto de una soledad narcisista que tan mal casa con las exigencias conversacionales de la democracia.
Las películas, que siempre han sido para mí espejo y ventana, contribuyen a forjar eso que la historiadora Lynn Hunt denomina “empatía imaginada”. Es decir, la capacidad de ponerte en lugar de otra u otro, de sufrir con los dramas ajenos, de alegrarte con risas de extraños y de sentir que todas y todos compartimos una misma humanidad. El desarrollo de esta capacidad, que es emocional y política, es esencial para forjar una cultura de la dignidad y de los derechos humanos. De ahí la importancia que el cine, al igual que la literatura, debería tener en una educación que ha de perseguir el libre desarrollo de la personalidad y el aprendizaje de los valores comunes que hacen posible la convivencia pacífica de los y las diferentes. A ello habría que sumar el potencial de todas las artes para fomentar el uso de la imaginación, una herramienta sin la que es imposible la utopía y sin la que la política corre el riesgo de convertirse en fantasía de unos pocos. Nadie pues debería cuestionar la centralidad del cine en las escuelas democráticas, como a todas y a todos debería alarmarnos que nunca haya formado parte de los currículos educativos de este país.
Por todo ello, es esperanzadora la noticia de que el Ministerio de Cultura pondrá en marcha un programa para llevar a los escolares al cine, siguiendo de cerca el ejemplo francés. Ese debería ser el primer paso para incorporar de manera central no solo las películas, sino en general el lenguaje audiovisual, a una educación que no está respondiendo a las claves del momento que nos ha tocado vivir. No se trataría solo de que niños y niñas vivan la experiencia, radicalmente democrática, de compartir emociones en un espacio común, que aprendan a tejer memoria a partir de lo narrado en la pantalla, sino que también debería darse el paso de introducir la cultura cinematográfica en unos planes de estudios tan necesitados de herramientas que, frente al odio y la ira, fomenten los diálogos y la esperanza. Nada más eficaz que el cine para educarnos en la memoria democrática que nos falta, en la diversidad de sujetos y vidas que somos o en la importancia de lo colectivo para afrontar los retos de un siglo tan jodido como éste.
Ojalá las palabras del ministro Urtasun se concreten en realidades que hagan que las futuras generaciones tengan la suerte de compartir recuerdos vinculados a una sala de cine, al tiempo que asumen lo esencial de las narraciones compartidas en el tejido de una convivencia que supere la dialéctica amigo/enemigo. No se me ocurre mejor receta que la que hace años cantara Aute – “cine, cine, más cine por favor” – para contrarrestar las amenazas que representan las injusticias crecientes y quienes pretenden salvarnos de ellas. Tal vez el cine no opere el milagro pero sí que nos ofrecerá, como siempre lo ha hecho, una oportunidad para imaginar otros mundos posibles. En fin, el cine como utopía frente a la distopía de la realidad.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE OCTUBRE DE LA REVISTA GQ ESPAÑA
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