Hirayama, el hombre solitario y silencioso, el de la mirada que habla, en el que adivinamos un pasado de heridas. Del que poco nos importa su pasado. Nos basta con entreverlo. El que limpia retretes con la atención y la entrega de quien siente que su trabajo es imprescindible y, por ello, tan importante. El hombre de rutinas y de tiempos que tan lejos parecen de los nuestros. Otra vida posible. Otros tiempos vivibles. La soledad como un espacio de posibilidades. El tímido reconocimiento de que los otros son también necesarios. El joven ayudante enamorado, la señora que le sirve sus platos favoritos, la sobrina a la que hace años regaló una cámara de fotos, la hermana que vive en otro mundo. Todos y todas sentados en el muelle de la bahía, a la espera, siempre el mar.
El hombre que es incapaz de poner a palabras a sus emociones, y que parece vivir entre los horizontes que sueña con las canciones y las puertas que les abren sus lecturas, se encuentra con otro hombre herido y comprobamos cómo entre ellos brota la empatía. El necesario abrazo. La conversación que sana y el precipicio constante que finalmente son los días. El otro como espejo y como ventana. Hirayama tejiendo puentes. Los días perfectos siempre tienen que ver con ese otro al que acabamos echando de menos. Así nos lo advirtió el sabio Lou Reed: Just a perfect day, You made me forget myself, I thought was someone else.
Gracias a la mirada de Koji Yakusho, ese actor que encarna al protagonista con el prodigio de unos ojos y de unos gestos que nos ofrecen todo un itinerario emocional, Perfect days se convierte en una singular experiencia no solo visual, sino también ética. Una rareza en este mundo de velocidad, narcisismo y potencia. Tan lejos de los acontecimientos, también cinematográficos, que pareciera que son los únicos que dieran sentido a nuestra existencia. Wim Wenders consigue un obra de arte que tiene que digerirse lentamente, como cuando tratamos de descubrir los sabores de una nueva comida. Como el niño que se adentra en un bosque donde no sabe qué criaturas le esperan. Hay en ella una vindicación de otras texturas, de otros instantes, de otra medida del tiempo y de la vida. Hay una cierta nostalgia, sí, pero no melancolía. Las cintas de cassette no son un artefacto vintage sino que forman parte del esqueleto de un individuo que, tal vez sin saberlo, nos está contado que otra forma de felicidad es posible. Templaza, lentitud, silencio, belleza. Esa oportunidad que ojalá la sobrina adolescente recupere y le permita convertirse en digna heredera del tío que limpiaba retretes. Una masculinidad tan frágil y poderosa al mismo tiempo, tan atravesada por los ingredientes de la ternura y los buenos tratos, tan lejos de esos hombres que siempre hacen las cosas por cojones. El que empatiza y entiende, el que es capaz de mirar a la cara a un niño y ser generoso, el que sabe que no es nada sin las plantas que crecen. Al que le sobran los libros de autoayuda y los discursos de empoderamiento. El que parece llevar sobre los hombros una capa invisible de antihéroe.
Cuando acaba el viaje, en el que no ha hecho falta que nos sintamos como Ulises, todas y todos nos sentimos bien. Nos reconocemos en el rostro de Hirayama. En su mezcla de sonrisa y lágrimas. En su radical humanidad. Y salimos del cine con una inyección de vida y una lección ética que tal vez no esperábamos conseguir a cambio de la entrada. Con la voz de Nina Simone incitándonos a pedirle un baile a quien tenemos sentado en la butaca del lado. It`s a new dawn. It`s a new day. It`s a new life for me. And I`m feeling good. I`m feeling good.
.... No se la pierdan. La última película de Wim Wenders es una oración laica y una celebración de la vida. Pese a todo.
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