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LA ZONA DE INTERÉS. Todas y todos somos verdugos

 


El mismo día que leí un bellísimo artículo de Irene Vallejo en el que de la mano de figuras tan dispares como Gloria Fuertes o Séneca reivindicaba el erotismo de la bondad, fui al cine a ver La zona de interés. No puedo imaginar dos extremos más radicales que, en el fondo, nos muestran las aristas de la naturaleza humana. Tras empezar el domingo con el optimismo de la autora de El infinito en un junco, nunca pensé que iba a terminarlo con una enredadera de angustia delante de la pantalla. Hacía tiempo que no vivía una experiencia tan “terrorífica” en una sala de cine, la que el espectador empieza a sentir desde que en los minutos iniciales, sin imágenes en la pantalla, suena la música de Mica Levi. Una banda sonora que es como una suma de puñetazos, de disparos, de botas que pisotean, de sonidos que en vano tratan de hacer música con la referencia del dolor ajeno. El sonido del dolor de otros. Ese que insistentemente en la película nos recuerda que estamos asistiendo a uno de los mayores horrores de la historia de la Humanidad. Pero lejos, en la distancia del tiempo, contemplado desde nuestra comodidad de butaca con palomitas.

 

El gran mérito de la película de Jonathan Glazer, que está pensada como si fuera un dispositivo en el que vemos a otros sin dejar de vernos a nosotros mismos, es que no necesita mostrar lo que tantas veces hemos visto ya en películas sino que coloca la cámara del otro lado, del lado de los verdugos, y deja que solo señales de lo que está pasando al otro lado del muro.  El humo de las chimeneas, las cenizas, los gritos. Los sonidos del exterminio. Auschwitz. Todo ello a escasos metros de donde una familia, la del comandante Rudolf Höss, vive en una cápsula idílica, rodeada de jardines y flores, cultivando plantas y celebrando felices cumpleaños. En una naturaleza que parece arrancada de un cuento. Hansel y Gretel. Como si nada pasara. Como si la flor que estalla en sangre fuera invisible. El fundido en rojo con el que Glazer parece querer decirnos como la belleza está conectada con el horror. El abrigo rojo de Spielberg. 

 

Con una apuesta radical por el fuera de campo, como si contempláramos a la familia a través de cámaras de vigilancia, la película nos muestra no sólo como los niños reproducen en sus juegos las dinámicas perversas de los mayores, sino también cómo esos adultos llevan a sus vidas cotidianas la convicción de que están por encima de otros. En este sentido, el personaje de la madre, interpretado por una enorme Sandra Hüller, es la mejor representación de cómo poder, ira y violencia también se expanden en lo privado y en cómo resulta relativamente fácil, y hasta seductor, sentirse superior al resto. Algo que, por cierto, su madre, tal y como Glazer nos deja entrever, no soporta. 

 

La zona de interés, que apenas si abre huecos para la esperanza – esa niña de la Resistencia que deja por las noches comida a los prisioneros, y a la que vemos con la extrañeza que aporta que esas escenas estén rodadas con una cámara termodinámica - , no solo nos recuerda de manera inevitable la “banalidad del mal” de Hannah Arendt.  También nos muestra cómo la maldad puede residir en padres que leen cuentos por la noche, en sujetos que disfrutan de la música clásica o en comunidades que se miran en la belleza de palacios y teatros. Y además, y ahí radica lo que nos provoca más desasosiego, nos explica, con la precisión de un bisturí que disecciona, como todas y todas acabamos siendo parte del dolor ajeno si nos mantenemos pasivos. Es decir,  de la misma manera que la familia Höss, todas y todos seguimos con nuestras vidas cotidianas, en nuestros pequeños paraísos, ajenos en gran medida a las vidas que, como diría Judith Butler, no son dignas de ser lloradas. La indolencia es también una forma de participar en el terror. Una indolencia que nos permite seguir cultivando flores sin ser conscientes de que el rojo que atesoran es el mismo que el de tantas vidas perdidas, humilladas, machacadas. Gaza, Ucrania, el Mediterráneo. El sonido insistente de los cuerpos heridos que ya no escuchamos, como si fuera una banda sonora incorporada a nuestros días y que esquivamos con auriculares y pantallas. Todo lejos. Como bien explica Santiago Alba Rico, “ahora vemos de cerca lo lejos que están las cosas. Las pantallas nos acercan las criaturas distantes; nos acercan la distancia misma, que permanece siempre distante delante de nuestros ojos”.  Así, entre lo demasiado horroroso de lo cercano y lo indiferencia de lo que está demasiado lejos, habitamos un paradigma cada vez “menos compatible con la razón, la memoria y la imaginación”.

 

Ahora bien, siempre nos quedarán los museos del horror para hacernos un selfi y subirlo a las redes sociales. Las impolutas imágenes que nos distancian, y por tanto hacen que eludamos nuestra responsabilidad, de lo que pasó décadas atrás, o de lo que hoy sucede a kilómetros de distancia. Tal vez en la parte más discutible de la película, Glazer quiere mostrarnos que hemos convertido la memoria en un objeto de consumo más. Esa es la verdadera zona de interés de nuestro mundo. Y un mundo que reduce la memoria a una vitrina está condenado a repetir fundidos en rojo. Siempre con nuestra indolente complicidad. Por más que haya niñas que, a lo Irene Vallejo, sigan dejando fruta en mitad del barro.

 

 

* PUBLICADO EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, CORDÓPOLIS:

https://cordopolis.eldiario.es/blogopolis/blogopolis-quien-teme-a-thelma-y-louise/zona-interes-verdugos_132_10856380.html

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