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SALOMÉ o la poética de la emancipación

 

Quizás el mito de la mujer se apague algún día: cuanto más se afirmen las mujeres como seres humanos, más morirá en ellas la maravillosa condición de alteridad. Sin embargo, el momento sigue existiendo en el corazón de todos los hombres”.

Simone de Beauvoir, El segundo sexo

 


Como he aprendido de Magüi Mira, el teatro, al menos como ella lo entiende, tiene mucho que ver con el arte de la poética, en la medida en que rompe espacios y tiempos con tal de, a través de lo que narra, atravesarnos. Las palabras y las emociones encarnadas a través de sus personajes actúan sobre los espectadores para promover en ellos una suerte de latigazo interior, de incertidumbre tal vez incómoda, de latido capaz de buscarnos en el espejo del escenario pese al miedo que puede darnos encontrar nuestro reflejo. Si repaso los ya muchos montajes que he visto de Mira, desde que la descubriera con aquella juguetona Kathie y el hipopótamo, encuentro en todos ellos una serie de constantes en los que es reincidente: las pasiones como mecha que nos llevan a lo mejor y a lo peor, las relaciones humanas como campo de los deseos pero también del poder, los cuerpos como continente y al mismo tiempo contenido de nuestra identidad y también, como una especie de hilván que sujeta las enormes sábanas que ella teje con la ayuda de sus compañías, el afán de las mujeres – de ella misma – por encontrar un nombre, por convertirse en las dueñas de sus destinos, por liberarse al fin de las dependencias y servidumbres de un mundo hecho a medida de nosotros. Los que siempre hemos detentado, y en gran medida lo seguimos haciendo, el poder.  La actriz, eterna Molly Bloom, es consciente, aunque no sé en ocasiones si del todo, que vivimos un momento en el que una de las claves es buscar otras maneras de definirnos, de relacionarnos, de gobernarnos. Solo así, con una nueva inteligencia, que necesariamente ha de ser colectiva y también de los sistemas, será posible manejar la complejidad y la incertidumbre del siglo XXI.  Esta (in)consciencia la directora la lleva a su manera de contar sobre el escenario, ya que sus montajes son siempre un desafío a las reglas, una mezcla de géneros, un juego con frecuencia y, sobre todo, una apuesta deslumbrante por las emociones y por las chispas luminosas que saltan cuando las diferencias bailan en igualdad.

Era todo un reto darle una vuelta a la historia de Salomé para además estrenarla, con toda las dimensiones que ello conlleva, en el Festival de Mérida. El personaje, y sobre todo su recreación romántica, y yo diría que misógina, podía haber dado lugar a un engendro difícilmente digerible en esta época en que algunos entienden que actualizar los clásicos es ponerlos a decir lo que hoy dirían pero que realmente no decían. Magui Mira ha salvado, sin embargo, todas esas amenazas y le ha dado un corte de mangas a Oscar Wilde, a Strauss y hasta a Rita Hayworth. Su versión de la historia bíblica, que se ha traducido siempre como un ejemplo evidente de la clásica femme fatale, es de nuevo una propuesta juguetona y sugerente, en la que la historia que vemos en escena podemos leerla como un censura de los excesos del poder, de las injustas desigualdades y, en ese contexto, claro está, de la subordinación de las mujeres que siempre han tenido que batallar, a veces contra ellas mismas, en un mundo de machos. En este sentido, la Salomé de Magüi Mira, que encarna con absoluta entrega y belleza una Belén Rueda que confirma el estatus que ya se adivinaba en su Penélope de hace tres años, es un grito desgarrador contra los velos que ocultan a las mujeres, contra los machos que las dominan y que las quieren veladas y sin nombres. Las idénticas, las invisibles, sagradas pero no libres. Las que con tantísima frecuencia han usado su cuerpo y su sexualidad para intentar romper los barrotes de la jaula. Eso que ahora en términos de feminismo liberal, y muy cómplice del mercado, se denomina capital erótico y que durante siglos no fue sino a menudo la táctica y la estrategia de las supervivientes. De ahí que en esta versión de la historia no asistamos a la tradicional danza de los siete velos sino más bien a un ejercicio dramático de humillación, y de vano intento de liberación, por parte de una Belén Rueda que alcanza sus mejores momentos cuando se baja de los tacones de princesa y se convierte en una bailarina desgarrada.

Pero es que también Herodías, la otra mujer del relato, interpretada por Luisa Martín con el pulso de una comedianta que sabe muy bien cuando quedarse al borde de la tragedia, aparece como una víctima de ese mundo de hombres, como la puta señalada por el “boys club” y que reclama, nada más y nada menos, que tener la libertad de amar y desear como lo hace Herodes, un tipo que en esta obra es la encarnación de todos los machitos, pasados y presentes, acostumbrados a dominar a los otros y a las otras por cojones. A mitad de camino entre el Chaplin de El gran dictador y cualquiera de esos dictadores y/o chulos que hoy vemos luciendo virilidad en las pantallas. Tan vacíos como absurdos, pero tan peligrosos. Tan temibles. De ahí que en esta versión Herodías sea un personaje que nos lleva a la risa pero también a la angustia. La propia de una víctima. 

Con una milimetrada coreografía, que en el teatro de Magui Mira va más allá de lo que podemos identificar con el baile y que tiene que ver con todos los movimientos de los personajes, esta Salomé puede ser leída como un alegato contra los hilos de poder que siempre necesitan víctimas y sometidos. Que urden tramas de injusticia y desigualdad. El derroche y el esplendor de las mesas de palacio frente a la hambruna de las calles. El oro de los collares y los mantos de terciopelo frente a la desnudez de quienes intentan hacer la revolución. Los bienaventurados. Esos de quienes se supone que será el reino de los cielos. Los pobres, las putas, los exiliados. Los nadie a los que Juan el Bautista promete no un cielo sino otra tierra posible. El profeta político. Un libertario que para Magüi Mira es un hombre con potencia pero también tierno, más humano que mito, y al que tal vez, con la intención de darle aliento poético, hace cantar como si en la música se abrieran ventanas. Unas decisiones arriesgadas que en muchos instantes están al borde del precipicio pero que se salvan no solo por la belleza del texto sino también por la interpretación de un Pablo Puyol que se va creciendo en la función y que nos convence de su vulnerabilidad.

La Salomé que ha triunfado estos días en Mérida es además un espectáculo para los sentidos. La hermosura del texto se amplifica con una puesta en escena, una iluminación, una música y, sobre todo, un acertadísimo vestuario que nos habla mucho y bien de lo que son y representan cada uno de los personajes. Con una historia en la que se podía haber estado tan cerca de los lugares comunes o de las obviedades facilonas, Helena Sanchís ha apostado por convertir las telas y los vestidos en parte de la poética. Así lo son de manera contundente en los trajes de la guardia real que representan, a mitad de camino entre los Monty Python y las tapadas de cualquier país donde las mujeres carecen de derechos, el absurdo tan peligroso de quienes son esbirros del poder, y por tanto ejecutores de la violencia, al estilo de esas manadas que todavía hoy continúan disponiendo de los cuerpos de las mujeres como un territorio de su propiedad. Es decir, puro y duro patriarcado.

Pero donde el cuerpo, el vestuario y la palabra alcanzan la máxima belleza en esta Salomé es un personaje que parece salido de un cuento, o de un cuadro romántico, o de la imaginación de una mística revolucionaria, y que responde al nombre de Sirio. Este no es un narrador al uso ni una especie de conciencia de los personajes, sino más bien una luz que promete un tiempo nuevo en medio de tanto caos y muerte. Los ajustados y precisos movimientos del actor Sergio Mur, el esplendor de su falda y sus enaguas, la androginia que se mece entre su pecho de hombre musculado y sus brazos de danza femenina, su rastro de arcángel huido del pincel de un artista enamorado, nos abren la puerta a la esperanza. La de un mundo por llegar, todavía  hoy en el siglo XXI, miles de años después de lo sucedido en aquella Judea de machos reinantes y princesas encarceladas. En ese Sirio que representa la sexualidad sin poder, los deseos sin furia, el amor con cuidados, el amanecer posible  y la espiritualidad sin dioses con látigos, habita la singular apuesta que Magüi Mira ha hecho en esta obra, como en la mayoría de las que ella urde con su savia de sabia niña, por la esperanza. Una esperanza política, a lo María Zambrano, tan necesaria hoy en este mundo en el que vemos como siguen reproduciendo los Herodes y las Herodías, y en el que todavía nos quieren convencer de que Salomé no ha conseguido emanciparse de los “hombres fatales”, en palabras de Elisenda Julibert[1],  que la concibieron como su objeto de deseo.

 

Fotografía: El Periódico de Extremadura (https://www.elperiodicoextremadura.com/fotos/cultura/2023/08/10/fotogaleria-salome-estreno-festival-merida-90833509.html#foto=1)

PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO, 22 de agosto de 2023: https://blogs.publico.es/otrasmiradas/75347/salome-o-la-poetica-de-la-emancipacion/#md=modulo-portada-fila-de-modulos:3x2-t1;mm=mobile-medium



[1] Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine, editorial Acantilado, Barcelona, 2022

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