Los hombres siempre hemos tenido, en general, muy mala relación con nuestro cuerpo. Fuimos siempre educados en considerarlo una especie de máquina, en estrecha relación con ese mandato tan terrible de potencia que nos marca desde niños. El cuerpo ha sido siempre para nosotros un instrumento con el que hemos tratado de hacer real lo que no es sino una fantasía de invulnerabilidad. Hemos sido poco cuidadosos con él, lo hemos llevado con frecuencia al límite y siempre lo hemos convertido en una tarjeta de presentación de nuestra virilidad. Todos socializados con los imaginarios de dioses y superhéroes a los que en ningún momentos veíamos heridos por su fragilidad.
Yo fui un niño raro, y un adolescente más bien rellenito y tímido, buen estudiante y nada amante del deporte. Durante años, realmente hasta hace muy poco, tuve una malísima relación con mi cuerpo. Soy bajito, nunca he lucido musculatura, durante mucho tiempo me obsesioné con el exceso de vello, observé siempre con envidia a los colegas que lucían vientres planos y esculturales. Todo eso en un mundo sin redes sociales y sin móviles con los que hacer pública nuestra más rabiosa intimidad. He tardado décadas en relativizar la imagen que de mí veo cada mañana en el espejo, lo cual no quiere decir que no me preocupe por mi salud, por mi bienestar y también, por qué no, por todo lo que hace que me sienta a gusto cuando me veo en un selfi. Me he acostumbrado a hacer deporte de manera continuada, pero sin excesos, procuro tener una alimentación equilibrada, aunque también me doy mis homenajes golosos, y cumplidos los 50 no he dejado de visitar consultas médicas para revisar las posibles goteras. Me he ido reconciliando con mi cuerpo imperfecto y estoy en proceso de reconocer que es su fragilidad lo que me hace más humano. Sin embargo, casi todo lo que veo a mi alrededor parece ir en la dirección contraria. La publicidad, las series de televisión, el cine, la música y muy especialmente las redes sociales no dejan de insistir en un modelo de cuerpo masculino que repite los mandatos de siempre. La hipervirilidad, la potencia, la musculatura, la eterna juventud, la cosificación y también ahora la sexualización. Porque en el capitalismo de pantallas resulta que también los hombres podemos sacar rendimiento a nuestro capital erótico, convertirnos en empresarios de nuestros propios cuerpos, siguiendo la estela de tantos ídolos que posan en Instagram como dioses esculpidos por una mezcla de gimnasio y photoshop. El hombre “spornosexual”, como lo denomina Mark Simpson, se está convirtiendo en un espejo tóxico para los más jóvenes, pero también para los que en la madurez se resisten a perder el estatus que cifraron en su imagen de hombres depredadores.
No se me ocurre mejor rebelión contra esta dictadura de los cuerpos perfectos que justamente celebrar la diversidad, la imperfección y la fragilidad. Los tres elementos que mejor nos definen como seres humanos y desde los cuales es posible alcanzar, como mínimo, un cierto nivel de autoestima y bienestar. Celebremos pues los cuerpos que no encajan en los patrones, los que nos pueden a primera vista resultar monstruosos, los que no se ajustan a los compartimentos del género y los que se revuelvencontra las reglas. Mirémonos en el espejo de hombres cuyos cuerpos, sanos y cuidados, no sean un ideal inalcanzable, una ficción que humilla al que no la hace suya. Disfrutemos de arrugas, canas, calvas, pliegues y redondeces. Aprendamos a acariciar lo diverso. Eroticemos la fragilidad. Atrevámonos a superar el binarismo y hagamos de las playas en este verano que llega un paraíso posible donde convivamos los y las diferentes. Emancipados al fin de esa jaula cuyos barrotes no dejan de insistirnos en que nos convirtamos en hombres de verdad.
ARTÍCULO PUBLICADO EN EL NÚMERO DE VERANO (JUNIO-AGOSTO) DE LA REVISTA GQ
Ilustración de JUAN VALLECILLOS
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