Este artículo está dedicado a tres grandes mujeres: mi madre, Anna Freixas y Beatriz Gimeno. Ellas saben por qué.
Debo confesar que empecé a ver la serie This is us con reparos. Incluso la abandoné después de haber visto los primeros capítulos. Me parecía un producto demasiado “americano”, melodramático y artificioso. No sé bien cuándo la reinicié, supongo que alguna tarde de esas en que la casa se te cae encima y necesitas evadirte. En esta segunda ocasión, bajé mis defensas y me dejé llevar. Y así he estado durante meses, años, dosificando los episodios de las seis temporadas para que nunca me faltaran justo en esos momentos en que necesitaba reír y llorar. Porque con las historias de la familia Pearson he reído y he llorado, se me han hecho nudos en la garganta y, a solas, he sentido cómo mi cuerpo era atravesado por los conflictos y dilemas de unos personajes con los que he acabado sintiéndome muy identificado. Con el hermando controlador, con el que se deja llevar por los impulsos y anda casi siempre desubicado, con la hermana que siempre anda en batalla consigo misma, con ese padre cuidadoso y presente del que tanto deberíamos aprender. This is us me ha acompañado en viajes en tren, en habitaciones de hotel y en madrugadas insomnes. Al mismo tiempo he visto otras muchas series y películas pero siempre estaban ahí Randall, Kate y Kevin, los tres hermanos, y sus amores y sus desamores, y sus fracasos y sus alegrías, para hacer que me reconciliara con esa parte de mí que todavía hoy es un territorio en lucha.
Porque sí, yo, como buen hombre educado en los mandatos de género, he tenido que hacer permanentemente un ejercicio de desaprendizaje de todo aquello que desde pequeño me inculcaron y que, entre otros muchos dogmas, tuvo que ver con la reproducción de una masculinidad fuerte y segura, asertiva, representación perenne de la racionalidad, esquiva con las emociones y siempre alerta para no contagiarse de lo femenino. Desde muy pequeño me recuerdo muy incómodo con este traje, pero al mismo tiempo esa vestimenta me otorgaba seguridad, me permitía ser parte del grupo, me ayudaba a esquivar los insultos. Como buen chico raro, me refugié en la literatura y luego en el cine, esos territorios donde todavía hoy me permito el lujo de dar rienda sueltas a lo que transcurre entre el pecho y el vientre. Gracias a las historias ajenas, y de manera muy especial desde mi adolescencia a aquellas que veía, absolutamente deslumbrado, en las pantallas, empecé a darme cuenta de que sin emociones no es posible la empatía y que sin esta no es posible el reconocimiento. Todo ello al tiempo que iba rompiendo barrotes de esa jaula en la que estuve encerrado demasiados años. La de la virilidad.
Ahora, cuando la vida me ha hecho aprender tantas lecciones, lo cual no impide que continúe siendo imperfecto y frágil, he llegado a ese punto de no retorno en el que ya solo doy valor a aquello que es capaz de removerme, de sacudir mi pecho y de generar en mí la energía inclasificable que supone entender que somos cuerpos emocionados. Y sí, claro, razón también, pero sobre todo, y ante todo, esa suma siempre en ebullición de latidos, sobrecogimientos, danzas y abrazos que nos hacen sentir parte de un territorio común. En el que, como bien nos muestra This is us, las diferencias son lo que nos convierte en humanos, de lo que irremediablemente deriva un mundo complejo, apasionante pero complejo. Donde nada responde a las líneas rectas y verticales que la masculinidad se empeñó en dibujar para nosotros. En el que realidades como la familia ya solo caben en plural y siempre al borde del precipicio. Un horizonte incierto y quebradizo que requiere, ahora más que nunca, imaginación colectiva y ética del cuidado. Y la valentía, sí, la valentía, queridos colegas, de vivir el placer de las emociones y, con ellas, la posibilidad de tender puentes para hacer más grande el nosotros. This is us.
* Este artículo aparece en el número de febrero de 2023 de la Revista GQ España.
* La ilustración es de Juan Vallecillos.
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