¿Es o debería ser la satisfacción de nuestras necesidades sexuales un derecho? ¿Deberían existir entonces profesionales encargadas de prestar ese servicio? ¿Forma para una sexualidad sana y plena de un sentido amplio de salud y bienestar? ¿Pueden ser los deseos derechos? ¿Tienen los sujetos con alguna “diversidad funcional” derecho a ver satisfechos sus deseos?¿Hasta qué punto nuestra percepción de este dilema está condicionado por el presupuesto de unos cuerpos normativos? ¿Hemos incorporado los cuerpos “otros” a nuestra percepción de lo humano? ¿Seguimos dándole un valor excesivo, y por tanto moralizante, a la sexualidad y a lo que nuestros cuerpos son capaces de dar y expresar?
Estas y otras muchas preguntas son las que no dejan de darme vueltas en la cabeza desde que hace unos días vi al fin la última película de Fernando Franco. Una de las más singulares y bellas del pasado año, como bellísimo es su cartel, y que lamentablemente ha pasado tan desapercibida. Como es habitual en su cine, el director penetra, así, como quien no quiere la cosa, con la delicadeza propia de quien sabe pisar un campo de minas, en las heridas humanas, en esos recovecos que nos definen como frágiles, en los alambres por los que caminamos entre la ilusión y la tristeza. Porque sí, casi siempre, hay mucha tristeza en el cine de Franco, aunque también, como sucede en La consagración de la primavera, acabe abriendo una puerta a la esperanza. A la emancipación.
Porque lo que al fin consigue Laura, la protagonista que encarna con hondura una impresionante Valeria Sorolla, es iniciar, intuimos que solo iniciar, un camino en el que al fin es capaz de mirarse a sí misma, de reconocerse en sus miedos e inseguridades. Ese proceso que adivinamos en esa moto que avanza por la noche y en la que al fin ella parece haber dejado atrás la pesada mochila que arrastraba. Para llegar ahí, a ese momento, ha tenido que vivir una situación de entrega y de desprendimiento, nunca de humillación (al menos es así como lo cuenta la película), en el que a través de su relación con David , un chico con parálisis cerebral que interpreta de manera absolutamente desarmante Temo Irureta, ha ido entendiéndose, tal vez asumiendo sus incapacidades, andando por ese filo estrecho en el que hubiera sido tan fácil entregarse a lo que la empatía, la emoción y el deseo estaban moviendo en su cuerpo y en su alma. En pocas películas recientes encontramos una relación tan cálida, tan cómplice y amorosa como la que mantienen Laura y David. Tan potente aun estando en el precipicio. Y da igual que la madre presente de él, a la que Emma Suárez salva del estereotipo, le deje a ella 50 euros en la mesa de la entrada.
Sin pretender hacer juicios morales, sin caer en discursos ni por supuesto en el melodrama, Franco consigue una obra delicada, intensa y que no deja indiferente al espectador. En la que, casi de manera tímida, se nos pone delante del espejo de nuestras luchas morales y de nuestros límites en cuanto seres que hemos sido socializados en un paradigma excluyente de lo “normal”. Que nos sacude con interrogantes y pulsiones, entre los primeros el que me hace pensar por qué casi siempre en este tipo de relatos es un hombre el necesitado y una mujer la dispuesta a satisfacerlo. Recuerdo hace unos años la también muy sugerente Las sesiones. Intento imaginar cómo sería la historia al revés y supongo que las connotaciones habrían sido otras, entre otras cosas porque nos cuesta incorporar a nuestro imaginario a las mujeres como seres deseantes y libres. Como esa Laura de esta película que no acaba de reconocerse como tal.
La consagración de la primavera, que tienen mucho de la obra musical que le da título, y que al parecer partía del sacrificio ritual de una joven virgen, es una de esas películas que uno arrastra durante días, en los que es imposible quitarte de la cabeza a esa joven universitaria que parece estar prisionera de tantas cosas, o a ese chico tan alejado de los ejemplos que admiramos, y mucho menos esos momentos entre los dos, escuchando canciones antiguas, tal vez revelándonos que en esa verdad está el más maravilloso encuentro de los cuerpos. El sexo como espacio donde (r)encontrarnos. Laura y David, David y Laura. Laura, al fin, liberada, ¿sin un sacrificio previo?...
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