Hay lugares, pueblos, ciudades, en los que con apenas un par de días de estancia he sentido que allí podría residir alguno de esos fragmentos de mí mismo que, al nacer del cuerpo de mi madre, quedaron perdidos por todo el planeta. Es la historia que me cuento tal vez para encontrarle un sentido último, yo, tan agnóstico, a una vida que no es sino un viaje del que todas y todos sabemos el final. Con este ánimo aventurero, y de aprendiz, se puede entender por qué me cuesta quedarme quieto y cuánto necesito volcarme hacia afuera. Más allá de la pantalla y de los cuadernos en los que no dejo de escribir sobre mis heridas y mis utopías. En esos viajes, que si son redondos me permiten el encuentro con personas con las que resulta fácil seguir tejiendo el tapiz, siento que no dejo de crecer, que mis días se hacen más anchos y que la única eternidad posible es la que nos permite hacer del presente un tiempo en el que confluyan pasiones y compromisos. Desde hace ya muchos años esa energía renovadora la encuentro siempre en Cádiz, en cualquier rincón de Cádiz, en cualquier playa que me lleva al Atlántico que mira hacia el sur. Y en estas dos últimas semanas la he reencontrado en uno de esos pueblos que, verano aparte, tienen un latido que, al pasear por sus calles, se conecta a través de tus pies con la fuerza ética que une las entrañas, el corazón y la cabeza. Uno de esos lugares donde la izquierda lleva muchos años gobernando, en el que se nota que sigue habiendo un dique de contención contra tanto desvarío neoliberal, y en el que perdura un tejido ciudadano que no renuncia a usar su voz.
Ha sido justo ahí, en uno de esos paraísos gaditanos en los que voy buscando un lugar donde depositar mis cenizas, donde además he tenido la fortuna de encontrarme con un grupo de mujeres que han vuelto a demostrarme cuántas lecciones nos quedan todavía por aprender a la mayoría de los hombres. Las ciudadanas de distintas edades, procedencias e historias personales que forman el colectivo Mujeres y Derechos Sociales, y que por segundo año han promovido una fabulosa iniciativa ciudadana y feminista a través de lo que han llamado Muro Violeta, son un apabullante ejemplo de cómo la democracia puede ser una cuestión de tejer redes, de cómo la ética del cuidado no es solo palabrería sin sentido en manuales de filósofas sesudas o de cómo lo importante no es demostrar “quién la tiene más grande” sino de qué manera es posible sumar más para que los efectos transformadores se multipliquen. Los hombres, tan poco dados a escuchar a las mujeres, y a reconocerles autoridad, deberíamos empezar justamente por ahí, si es que queremos ir más allá de lo políticamente correcto en materia de igualdad. Deberíamos escuchar a mujeres como las que he conocido en Conil y cuyas historias personales – lo personal es político – son en sí mismas material más que suficiente para dar una clase de educación para la ciudadanía (con las gafas violetas puestas, claro). Ellas me han demostrado en apenas unos días cómo es posible trasladar a nuestra vida cotidiana la ética de la hospitalidad, lo importante que es conversar y tender puentes, lo urgente y necesario que es pasar a la acción y no detenernos en las reflexiones. Algo de lo que deberíamos aprender quienes estamos en el ámbito académico y a veces miramos con una cierta superioridad a quienes están a pie de obra luchando por la justicia y los derechos humanos.
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