La memoria que me lleva a mis abuelas tiene mucho de patios y de terrazas. De macetas que por esta época del año desafiaban todos los colores y se apropiaban del horizonte. El patio siempre fue para esas mujeres que vivieron hacia dentro, sin ningún papel en lo público, un trozo de cielo en el que ellas desafiaban a los miedos y los fantasmas. Sus manos, siempre las manos femeninas en acción, laboriosas y creativas, llevaban escrito sin saberlo lo que podríamos llamar ética del cuidado. Ellas, condenadas a ser idénticas, mientras que sus maridos y padres exhibían individualidad ante los otros, fueron tramando valores y prácticas que, sin necesidad de teorías, me llevaron a sentir que de mayor preferiría parecerme a ellas más que a mis abuelos.
En los patios, que durante el mes de mayo en Córdoba se convierten en una especie de parque temático para goce y derroche de quienes viven del turismo masivo, y de quienes disfrutan yendo donde va Vicente, danzaba entonces la vida a un ritmo que nada tiene que ver con el presente. De la misma manera que los guisos se iban cociendo a fuego lento, durante toda la mañana, exhalando sin pausa pero sin prisa aromas cálidos, de esos que impregnaban toda la casa, subían por las escaleras y hasta se apropiaban de las camas hechas desde primera hora con mimo y dolores de espalda. En las antiguas casas de vecinos cordobesas, el patio era además el lugar de encuentro y de trueques, de solidaridades que entonces no formaban parte del discurso político y de alientos que demostraban que la felicidad era como ese tapiz siempre por hacer que necesita de muchos dedos empujando el hilo. Allí es donde se vivían y compartían las penas y las alegrías, las bodas y los entierros, las edades y las estrecheces. Lo común como un espacio en el que, sin que sus habitantes fueran conscientes, se iba construyendo una ética democrática. La que hoy se nos ha evaporado en las burbujas desde las que contemplamos, como en una trinchera, al otro como un enemigo.
Cuando ahora me asomo a uno de los patios de mi ciudad, intento descubrir, tal vez debajo de la hoja de un ficus, o entre los “pendientes de la reina” que tanto me recuerdan a las mujeres de mi pueblo cuando se arreglaban para ir de fiesta, un trocito de aquellos años en los que quizás resultaba más evidente el reconocimiento de nuestra fragilidad y, por tanto, de nuestra necesaria interdependencia. Pero no lo hago con la angustia propia de la melancolía, ni con el romanticismo absurdo que nos deja bloqueados ante el color de las flores. Busco ese fragmento de vida como quien conjura el olvido, sabedor de que sin memoria las utopías no alcanzan a escapar del papel escrito. Miro los patios y me miro en ellos, yo, un hombre educado para ser fiel a los mandatos de la virilidad, en el intento de recuperar al menos una parte de ese aliento que tantas mujeres compartieron como si fuera una invisible banda sonora de un tiempo en el que hacían malabarismos para sobrevivir.
En mayo, cuando el tiempo parece acelerarse hacia el mar frondoso que nos aguarda en seguida, mi ciudad, que arrastra esa mochila a veces muy pesada de los lugares atravesados por el esplendor del pasado, abre las puertas de muchas de sus casas para que lo privado se haga público. Y aunque ahora apenas quede una suerte de escenificación de lo que tiempo atrás fue la vida compartida en los patios, me emociona descubrir que la belleza, en estos tiempos de tanta desolación, se abre paso desde las macetas en las que creo reconocer a mis abuelas. Y a sus cuidados. Y a sus manos que tejían y entretejían. Bendita democracia que ellas apenas si pudieron adivinar bajo el cielo limitado de sus patios de pueblo.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE MAYO DE 2002, DE LA REVISTA GQ ESPAÑA.
ILUSTRACIÓN: JUAN VALLECILLOS
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