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ALCARRÀS. La mirada ética de Carla Simón



Siempre he creído que el cine, como cualquier arte, tiene siempre un sentido político, ético sin duda. Las buenas películas nos sirven para cuestionarnos a nosotros mismos, al mundo que habitamos y, en general, a todos esos complejos hilos con los que trenzamos día a día la difícil aventura de la vida. Me atrevería a decir, sin ser yo más que un espectador ávido de emociones, que la diferencia entre una buena y mala película reside precisamente en la capacidad para mostrarnos claves que tienen que ver con nuestros armarios, para desestabilizarnos y para agitarnos hasta el punto de salir de la sala con la necesidad de recomponer las piezas del puzle. Porque lo que acabamos de ver nos ha dado una serie de pistas para encontrar esa brújula que nos lleve a una vida buena. De ahí también la necesidad de vivir ese proceso en la oscuridad de un espacio inmenso, en muchas ocasiones acompañado de anónimos con quienes compartimos fragilidad,  en el que resulta mucho más fácil sentirnos apenas un insecto frente a la inmensidad de las vidas que encarnan actores y actrices. Y solo cuando la gramática que nos ofrecen sus creadoras y creadores no necesita de traducción, es cuando salimos del cine con la sensación de haber vivido una experiencia de aprendizaje. Un revolcón, una sacudida, un abrazo. Una suma de puertas abiertas que acabamos llevando a las cuestas empinadas que a cada uno nos toca subir.  

El segundo largometraje de Carla Simón, después de la sacudida emocional y de verdades que supuso su Verano 1993, consigue, todavía con más hondura si cabe que en aquella prodigiosa película, que nos adentremos en un universo que de entrada nos puede parecer completamente ajeno pero que finalmente sentimos como propio. Es decir, la mayor fuerza de Alcarràs reside en que, como quien no quiere la cosa, dejándonos simplemente llevar por la narrativa delicada e inteligente de su autora, dejamos de ser meros espectadores y sentimos en nuestras propias carnes las tensiones y las vulnerabilidades de una familia que, gracias a unas interpretaciones que nos hacen creer que actores y actrices comparten apellidos, en tanto se parece a la nuestra. Porque de lo que nos habla Carla Simón, más allá del lugar y de la historia concreta que mira con la cámara, es de lo difícil que es conjugar pasado y futuro, de las aristas que siempre acaban pugnando cuando se ven obligados a convivir distintos horizontes generacionales, del prácticamente inevitable final de un modo de vida, de un modelo civilizatorio diría yo, en el que para no cambiar el rumbo de la historia el pez más grande acaba siempre comiéndose al pequeño. 

Uno de los grandes aciertos de la película es cómo hace posible que entendamos las distintas miradas de quienes conviven en un mismo espacio dramático, desde las inocentes de los niños, a las dubitativas de la adolescente, pasando por las sostenedoras de las madres o la resignada pero potente e iluminadora de los mayores. Como si de un ruedo teatral se tratara, Simón nos dibuja con pequeñas pero firmes pinceladas las distintas etapas de la vida, los cruces no siempre pacíficos de deseos e intereses, la siempre complicada articulación de lo personal y lo colectivo. La bondad y la maldad como ingredientes siempre juguetones en la mezcla nómada que somos.  En este sentido, y como ya sucediera en su anterior película, Alcarràs responde a una ética feminista, y no tanto porque enarbole ninguna bandera, sino porque subraya políticamente lo personal y porque, además, y sin estridencias, refleja ese mundo de sostén emocional y de cuidados que dominan las mujeres.  Junto a ellas, en muchas ocasiones, los hombres no hacen sino vagar entre los mandatos de potencia, provisión y heroísmo. Tan reincidentes en la tontería y en la ceguera que supone no admitir que somos seres necesitados de cuidados. Y que también tenemos derecho a equivocarnos y naufragar.  Con unas imágenes de absoluta pero no gratuita belleza, justamente la que exhala ese mundo que entre todas y todos, pero con distintos niveles de responsabilidad, estamos desmontando, Carla Simón nos ofrece así, bajo la apariencia de una fábula amable de esas rurales que últimamente perpetran los franceses, una película radicalmente política. Porque enfoca lo colectivo, las heridas abiertas de un sistema en el que ya todos sabemos qué valores cotizan más alto, el grito desesperado de una tierra que llora en forma de melocotones estallados contra los muros. Y reivindica, sin tonterías ni sentimentalismos, el valor de los lazos comunes, la alegría de las risas compartidas, el peso de los trabajos entrelazados, la riqueza de las mezclas y la necesidad de cultivar los afectos de la misma manera que se cultiva la tierra. La iluminación posible de esas brujas que hoy llamaríamos ecofeministas y que se adivinan en los ojos de la niña curiosa, en los interrogantes de la adolescente y en las bofetadas oportunas de la madre. Alcarràs se convierte así en un territorio que también es nuestro porque en él, desde lo más pequeño y local, se proyectan las espadas que hoy nos tienen en vilo. Pero también, y me gustaría quedarme con esa esperanza, un árbol al que subirse para contemplar cómo el futuro posible es ese hilo finísimo que une la mirada casi senatorial del abuelo con los ojos glotones de esos niños que cantan, como si lo hicieran en una fiesta del colegio, a la ética de supervivencia que sin saberlo los conecta con ese mundo, nuestro mundo, en el que siempre hubo vencedores y vencidos.

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