“De todas las responsabilidades que asume el ser humano, la de tener hijos es, probablemente, la mayor y más decisiva. Darle a alguien la vida y hacer que esta prospere es algo que involucra al ser humano en su totalidad. En cambio, rara vez se habla de la responsabilidad de ser hijos”.
Jesús Carrasco
Hace unos días, al terminar Llévame a casa, la hermosa y emocionante novela de Jesús Carrasco, se me cogió un enorme pellizco por dentro, de esos que parecen nacerte en el estómago y van subiendo poco a poco hasta ocuparte el pecho. Al ponerme en la piel de Juan, ese hombre que, tras pasar buena parte de su vida solo pensando en su realización personal (profesional), toma conciencia de las responsabilidades que le corresponden como hijo, no pude evitar mirarme a mí mismo en el espejo del sujeto privilegiado que soy y sentirme interpelado por la novela. Una llamada que no es panfletaria, ni se vale de lo políticamente correcto, sino a la que le basta la hermosa narración de lo cotidiano, de esos recovecos tan diarios que con frecuencia no queremos ver, para que nos planteamos qué vida en común estamos construyendo tan de espaldas a la interdependencia de la que no podemos escapar. Tan alejados de la centralidad de los cuidados en nuestras agendas. Tan empeñados en el presente que expulsamos a las afueras a quienes entendemos que son pasado e incluso a quienes situamos en un futuro que, me temo, ya nunca será mejor que el que conquistamos nosotros.
Leyendo la historia de ese hombre que al fin renuncia y cuida, no solo me he visto yo en mi púlpito de varón acostumbrado a que lo cuiden, sino que sobre todo he tenido entre las páginas a las dos madres de mi vida: la que me parió y la que parió a mi hijo. En ambas, mujeres de generaciones distintas, con proyectos personales en las antípodas, descubro cada día, todavía hoy, esa presencia omnisciente, esa entrega entre desmesurada y muy organizada, como si para ellas las horas tuvieran una dimensión distinta, esa que solo con el paso de los años yo he empezado a intuir. Las horas, que solo dios, y Virginia Woolf, saben por qué las amamos tanto. En las dos, tan delgadas, tan activas siempre, tan rápidas de piernas y mente, apasionadas hasta el exceso, he visto siempre una capacidad que todavía trato de aprender y que me consta la traducen en sus manos porque desde pequeñas las educaron para eso. Porque además ellas vieron a unas madres, las suyas, que, siguiendo el virginal ejemplo de María, fueron siempre abnegadas, calladas, trabajadoras hasta perder el sentido de las horas. Una, la abuela de Abel, sin haber ido a la escuela. Otra, mi abuela, condenada a no seguir estudiando porque entonces a las mujeres se las convencía de que de nada les servía saber de letras y números. Por eso ha habido un salto tan grande desde ellas hasta la madre de mi hijo: al fin una mujer que ha ocupado espacios que siempre fueron de hombres, que ha batallado para no ser silenciada, que no sin obstáculos ha alcanzado metas y ha conquistado medallas. Entre medias, en esa generación que casi fue un puente, mi madre, autoconvencida de que su lugar era ser una buena esposa, bordar y callar. Menos mal que ahora se está desquitando, aprendiendo tantas cosas en los libros que devora como si no quisiera dejarse atrás ninguna historia cuando le toque pasar la última página. Ni siquiera el feminismo que ahora, a sus cerca de 80, descubre con Amparo Rubiales. Sin embargo, sigo encontrando en todas ellas varios elementos que no cambian, como el sentimiento de culpa, la hiperresponsabilidad y el heroísmo con el que suplen las carencias de un modo de vida que parece continuar hecho a sus espaldas. Es justo aquí cuando entono el mea culpa, como hombre y como parte de una sociedad que todavía hoy vive de espaldas a las madres. Siempre imperfectas, buenas a ratos, regulares con frecuencia, malas incluso. Tan frágiles como humanas. Tan enjauladas en los mandatos de género como las que vemos en estos días retratadas por los grandes almacenes. Sus labores, como decía el carné de mi madre, se han convertido en los kilos y kilos de ropa que las sepulta cuando la vida se convierte para ellas en una especie de lavadora que no acaba de centrifugar.
En este inicio de mayo, en el que el día de la madre va de la mano del día de los trabajadores y las trabajadoras, no puedo quitarme de la cabeza a la madre de Juan, ni a su hermana Isabel. De la misma manera que María Dolores, la madre de mi hijo, Amparo, mi madre, y Elena y Rita, sus madres, revolotean entre las páginas de Llévame a casa como si se resistieran a ser marcapáginas de cartón. Y pienso en sus regazos, en sus manos siempre laboriosas, en sus mentes hirviendo de ideas por atrapar y palabras por decir. Y me pregunto dónde estaba yo, como Juan, dónde estoy ahora, cuándo ellas pidieron a gritos un abrazo, una habitación propia, una flor sin necesidad de que fuera el primer domingo de mayo. Ellas, sin embargo, no dejaron nunca de mirar al frente, esperanzadas pese al cansancio. Como hace la madre sin memoria de Juan, “las manos siempre recogidas en el regazo. Una postura que sugiere protección porque las manos se interponen entre el mundo y el abdomen. El lugar del cuerpo donde las tripas nos traen y nos llevan, donde los hijos se gestan y donde luego, de mayores, golpean” (Llévame a casa, Jesús Carrasco).
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