Años después, el verano pasado, disfruté con los diarios de ese niño que se crió rodeado de mujeres, y que luego no sé si se convirtió en uno de esos hombres que, como decía Josep Vicent Marqués, no le gustan las mujeres como personas. En todo caso, me entusiasmó leer sus dudas, sus errores, sus caídas y sus vanidades. Me sirvió para completar parte del puzle. Esperaba pues la adaptación de El olvido que seremos con ganas pero también con un cierto temor: el que siempre me asalta cuando adaptan al cine un libro que me ha removido las tripas. Fernando Trueba, a partir del guión escrito por su hermano David, ha hecho una adaptación fidelísima, correcta, más cercana a un serial de televisión que a una película con pretensiones de crear más allá de lo literario. Sin negar mucho de sus aciertos, mayores para mi entender en lo relativo a la infancia del narrador y más discutibles en la parte final, la película tiene fuerza porque el relato del que parte lo tiene y porque es imposible, salvo que seas de piedra, no empatizar no solo con el padre y el hijo, sino con toda esa familia llena de mujeres luminosas que, para mí, son las verdaderas protagonistas de la historia. Por más que el relato de Héctor Abad Faciolince se centre en un padre convertido en una suerte de dios - "si Dios es hombre, el hombre es Dios" (Mary Daly) -, lo cual además deriva en que el relato cinematográfico sea más hagiográfico si cabe que la novela, para mí la verdadera heroína de la película es la madre, Cecilia, interpretada por una poderosa y llena de matices Patricia Tamayo, que es capaz de mantener el timón en la tormenta, que dice lo que justamente hay que decir en el momento oportuno y que calla lo que finalmente acaba siendo más poderoso desde el silencio que con las palabras. La mujer trabajadora con múltiples jornadas, la siempre presente, la que observa y calla con frecuencia, la que sujeta un hilo que las une a unas hijas a las que recomienda que no dependan de un hombre. Una especie de matriarcado, tan mediterráneo y tan literario, que se hace mucho más visible en la pantalla que en la novela, y que tanto Abad Faciolince como en este caso los Trueba, miran desde una cierta distancia más propia de la misoginia que de la masculinidad igualitaria. De nuevo, ese relato tan transitado del padre heroico, del sujeto proveedor - de ideas, de compromiso, de civismo, también - , del que transmite la herencia intelectual y del que apenas conocemos grietas ni fisuras. El hombre de una sola pieza, una sola pieza imposible. La divinidad. Por más que Héctor Abad, que no lo dudo, al contrario, fuera un hombre bueno, en el sentido machadiano del término.
Y Javier Cámara, claro. La película no sería la misma sin el derroche interpretativo de un Javier Cámara, que consigue hasta con su manera de llevar las gafas transmitirnos la densidad emocional del personaje, y también, aunque la película no apueste por ello, esas hendiduras del deseo que apenas se intuyen. Solo por ver sus ojos llorosos mientras mira y se mira en Muerte en Venecia, merece la pena esta clásica recreación de un clásico de la literatura y la mitología androcéntricas: la paternidad heroica y ejemplar. La que marca, para bien y para mal, al legítimo heredero de la estirpe.
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