Después de 13 años en antena, Mujeres, hombres y viceversa llegó a su final hace unas semanas. El programa que durante años mantuvo altos niveles de audiencia y que provocó tantas críticas por la reproducción de roles y estereotipos sexistas, ha marcado toda una época en la que, mientras el feminismo iba ganando terreno y consenso social, se consolidaba una cultura pornificada, alimentada por las múltiples pantallas mediante las que hoy nos exhibimos y miramos a los otros. No es que el programa inventara el personaje que todos ahora identificamos como tronista, y que más bien responde a una larga tradición de hipermasculinidad que a lo largo del tiempo se ha encarnado en diferentes formas, pero sí que en dicho espacio se subrayaron pautas y estilos para reinventar al chulo de toda la vida. Ese hombre que se expresa a través de una determinada estética e indumentaria, reproducida a su vez por personajes tan mediáticos como jugadores de fútbol o cantantes de moda, y que va más allá de la figura del metrosexual de hace unas décadas. Un referente de masculinidad que, bajo la apariencia de cambio, no es más que un ajuste a las exigencias de un mercado que se nutre de deseos individuales y de un determinado canon de belleza. Más de lo mismo en un siglo en el que el feminismo no deja de esforzarse por ponernos nuestra jodida virilidad ante el espejo y en el que afortunadamente algunos hombres han empezado a darse cuenta de que también los mandatos de género son una cárcel para nosotros.
La figura del tronista, que lejos de desaparecer ha ido evolucionado y reproduciéndose en otros formatos televisivos, es la expresión más evidente de cómo el patriarcado se reinventa permanentemente y de cómo el machismo es una cultura que nos penetra a todos y a todas, marcando nuestras opciones, prioridades, gustos y deseos. El único cambio significativo, y no ciertamente positivo, ha sido nuestra entrada por la puerta grande en el mercado de los cuerpos vigorosos y mostrados, la progresiva cosificación mediante la que nos vamos equiparando a las mujeres en cuanto a lo que supone una de las mayores negaciones de su autonomía, la dependencia de unas redes sociales en las que la aceptación y el éxito va unido al cumplimiento de unos determinados estándares. Cuerpos que se ofrecen en el mercado de la felicidad inmediata. Vigorosos, preparados para la acción y el combate, con ese punto de chulería que nos recuerda que todos llevamos un John Wayne dentro. Quizás el último reducto de una masculinidad patriarcal que se resiste a desaparecer y que, literalmente acojonada ante el poderío de las mujeres, se refugia en el cuerpo-máquina y en el sexo como espacio de dominio como únicos baluartes desde los que mantenerse en el púlpito. Todo ello alimentado por muchas mujeres que, al tiempo que se ponen camisetas con lemas feministas, siguen sintiéndose atraídas en muchos casos por el machote que les pone ojitos.
Más allá de la reflexión obvia sobre el poder de la imagen para configurar nuestras subjetividades, o de la responsabilidad que puede tener un medio de comunicación en la continuidad de patrones sexistas, lo que nos deberíamos preguntar es si el final de ese programa que ha generado tantos monstruos y que ha alimentado juguetes rotos para el círculo vicioso de la cadena, es expresión de un cambio real en la sociedad o más bien el fin de un ciclo que abrirá la puerta a otro no necesariamente mejor. Una pregunta que debería inquietarnos sobre todo en un momento en el que comprobamos cómo los tronistas han dejado de estar en la tele y en muchos casos están ocupado la tribuna de nuestros parlamentos. La expresión más alarmante de una reacción conservadora que se instala entre la melancolía del pasado y un futuro en el que a nosotros se nos sigue dibujando como superhéroes.
* Este artículo aparece en el número de mayo de 2021 de la revista GQ España
Foto: Mediaset España https://www.cuatro.com/mujeresyhombres/
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