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OTRA RONDA DE HOMBRES EN CRISIS


 No soy danés, no soy profesor de instituto, no estoy casado, no me llamo Martin, pero sí que me reconozco en su mirada y en su precipicio. El protagonista de Otra ronda, multiplicado en sus tres colegas de fratría,  es, como yo, un hombre de mediana edad, que se supone que ha conquistado el estatus que desde pequeño le inculcaron como referente y que, sin embargo, se halla perdido y desubicado. Un hombre con la brújula rota que, recién empezada la película, le pregunta a su mujer si se ha vuelto aburrido. Un hombre al que parece que le da vergüenza mostrar los pasos de baile que un día aprendió. Uno de tantos que, en este siglo del feminismo global y de la mujeres que ya no se callan, nos hallamos en el laberinto que supone ser fieles a los mandatos de género aprendidos y, al mismo tiempo, ser conscientes de que estamos gracias a ellos metidos en una jaula.

 

La nueva película de Thomas Vinterberg nos habla de muchas cosas que tiene que ver con nosotros, con los ciudadanos y las ciudadanas que habitamos en una parte privilegiada del planeta, con los vacíos que nos fracturan en un momento en el que nos creíamos que habíamos conquistado todos los territorios. Por supuesto, Otra ronda habla del consumo de alcohol como escapatoria pero también como ritual social, como máscara que nos facilita reducir miedos y abrazar complicidades, como medicina que nos lleva a una suerte de estado de ensueño que nos esclaviza. Un relato muy oportuno en estos tiempos de pandemia, terrazas y toques de queda que nos obligan a descorchar botellas en lo privado. Pero lo que más me interesa de esta magnífica película, melodramática como nosotros mismos, es el retrato que ofrece de cuatro hombres que no es casualidad que sean docentes. Una vez más, los espacios educativos como microcosmos en los que se cuecen todos los vicios y las virtudes del presente y del futuro, como tiempo en tensión entre la memoria y el porvenir, como reflejo y motor de una sociedad basada en la falsa igualdad de oportunidades que facilita competir en virtud de los méritos.  Maldita meritocracia que olvida la ética, ese aliento que hace posible la vida en común, y que alimenta sujetos depredadores. Y en ese lugar , ubicado en una Dinamarca que es modelo educativo y paritario,  es donde se manifiesta con toda su desnudez la tragedia que supone descubrir nuestro carácter incompleto y nuestra naturaleza vulnerable. Justo ahí encontramos a cuatro profesores que se hallan dentro de un túnel al que, entre otras cosas, les ha llevado el espejo en el que a sí mismos se han visto siempre como los proveedores, los controladores del tiempo y las expectativas, los felizmente ausentes en los entornos privados y familiares, los que con frecuencia olvidan, olvidamos, donde reside la sostenibilidad de la vida y, en consecuencia, los motivos principales de celebración y entusiasmo. La virilidad como acción permanente, nuestros cuerpos como máquinas, el poder que sangra en las venas de hombres bebedores como Churchill o la cultura que nos endiosa como a un Hemingway que aprieta el gatillo contra sí mismo.

 

La peripecia que gracias al alcohol viven los cuatro colegas, y que no es más que el pretexto o el detonante para que ellos mismos descubran su fragilidad, nos muestra, más allá de la singular historia que casi podríamos identificar como el reverso de una relato de heroicidades, cómo los hombres, muy especialmente los hombres, estamos completamente perdidos en un siglo en el que las mujeres dejaron de ser Sofías y nosotros en gran medida seguimos aferrados a un Emilio que hace tiempo perdió contacto con el suelo. Un suelo que ahora las mujeres pisan con más fuerza que nosotros, aún siendo todavía esclavas de muchas dependencias, pero liberadas al fin de ese dictado que las obligaba a querer, cuidar y callar. Ahora somos nosotros los que hemos enmudecido, pero no porque hayamos perdido todo el poder, o porque hayamos dejado de ser los protagonistas, sino porque no sabemos que palabras usar ni con ellas ni con nuestros iguales. A veces, claro, una copa de más, o un torneo de músculos, o una puta en las afueras, nos permite encontrar ilusoriamente una palabra que pensamos puede ser la llave. Otro examen suspenso.

 

La mirada de Martin, a la que un arrollador Mads Mikkelsen dota de un desamparo a mitad de camino entre el fracaso y la esperanza, nos interpela muy directamente a los que como él andamos por un sendero de piedras que arden. Como si todavía nos viéramos obligados a demostrar en rituales microscópicos que nos entusiasma ser hombres de verdad cuando lo que al final vivimos casi todos son sucedáneos de lo que soñamos. El experimento no es pues probar hasta qué punto el alcohol nos puede hacer recuperar el entusiasmo y el timón que hemos perdido en tantos años sin manual de instrucciones. El verdadero experimento al que nos invita Thomas Vinterberg, insisto, muy especialmente a los hombres, es a que recuperemos el pulso de lo que emocionalmente nos sostiene, de lo que implica conexión empática y cuidadosa con los otros, ya sean nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros alumnos. Y a que nos atrevamos a marcarnos unos pasos de baile, por más que tantas veces nos hayan dicho que los tipos duros no bailan, como expresión de todo lo que nuestro cuerpo dice y sufre, así como traducción en movimientos del frágil equilibrio que supone siempre vivir en lugar de sobrevivir. Tal y como vemos a Martin en la escena final de la película, una de las más hermosas y liberadoras que he visto en una gran pantalla en los últimos años.

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