Después de un año de confinamientos, desescaladas y rostros ocultos, todas y todos seguimos dando vueltas en una montaña rusa que hace que incluso no nos reconozcamos. Vivir en una especie de bucle que se repite, como en aquella película del día de la marmota, ha ido empequeñeciendo nuestras miradas. Nos ha vuelto con frecuencia huraños, poco empáticos, incluso irascibles. Como si dentro de nosotros habitara un polvorín y bastara una cerilla para provocar un incendio. Los miedos y la inseguridad, y supongo que también el dolor que supone reconocer nuestra vulnerabilidad nos ha hecho presa fácil de la ira. No hace falta más que asomarse a determinadas redes sociales para comprobar cómo la chispa salta con la menor palabra. En lugar de tender puentes desde nuestras soledades nos hemos ido atrincherando.
Como ya están alertando algunas expertas, tras la crisis sanitaria, y en muchos casos de forma paralela a la social y económica que ya nos está devorando, vendrá una pandemia emocional. Esa que ya estamos la mayoría incubando y de la que con frecuencia sacamos a relucir por más que nos cueste admitirlo. La renuncia a los abrazos, el ensimismamiento, la presión externa por ser fieles cumplidores de normas restrictivas, la repetición mecánica de rutinas en las que no cabe ninguna fractura, la imposibilidad de conversar y de descubrir todo lo que dice y todo lo que calla una sonrisa, la parálisis de unos pies que no bailan y de unas gargantas que no comparten ecos de un concierto, la ausencia de saltos que supone viajar, todo ello nos ha ido empequeñeciendo. En un proceso un tanto kafkiano que nos ha llevado a convertirnos en seres mínimos, muy próximos al virus que nos mata. Encerrados en un presente agobiante como si fuéramos ratones que enjaulados giramos una esfera cada vez más aburridos.
Tras las vacunas, y cuando empecemos poco a poco a situarnos en una realidad que ya no será igual a la que vivimos cuando nos creímos omnipotentes, nos va a tocar reconstruirnos. Mirarnos en el espejo, descubrir la desnudez de nuestro esqueleto y tener el coraje, incluso la audacia, de recolocar las piezas del puzle que el coronavirus desordenó. Una tarea que cada persona hará a su ritmo, en función de sus coordenadas, pero que también necesitará, para completarse, de los espacios abiertos, de los encuentros y de los desencuentros. Más allá del brindis en una terraza o del baile sudoroso en una discoteca. Mirarnos y reconocernos en el otro como una forma de volver a empezar.
Ante este proceso, que seguramente nos llevará un largo tiempo, y que no sé si, como algunos pronostican, desembocará en otros locos años 20, me preocupan especialmente los y las más jóvenes. Todos esos chicos y chicas, mis alumnos y mis alumnas, mi hijo y sus amigos, que han visto detenido no solo su presente sino buena parte de sus expectativas. Mal educados en el goce continuo de los deseos y el arrojo un tanto suicida de quien se considera inmortal, se han visto en un paréntesis que ellos, muy especialmente ellos, perciben como extremadamente largo. Desde la dolorosa sensación que supone percibir que el futuro ya no será como lo pensaron, que vivirán mucho peor que sus padres y que sus madres, que el cuento que les contaron de la igualdad de oportunidades y el mérito ya no sirve. Este malestar, que en muchos casos se convertirá en parálisis, y que en otros puede ser el caldo de cultivo para discursos reactivos y furias egoístas, debería ocuparnos y preocuparnos como sociedad. Porque en la salud emocional de nuestros jóvenes, y en definitiva de toda la ciudadanía, reside buena parte del futuro de la democracia. Es decir, no olvidemos que la pandemia emocional que nos está atravesando corre el riesgo de traducirse en un virus político que nos desarticule como sociedad. Empecemos pues a vacunarnos contra estos riesgos que nos pueden confinar en la desesperanza. Nos va la vida en ello.
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