"Porque el viaje al pasado tiene mucho de mágico, y en sus remotos y azarosos parajes habitan sin duda las sirenas, la tierra de Jauja, El Dorado, la posibilidad cierta del unicornio, y todas las maravillas que existen en lo más hondo de nuestro corazón, pero que se quedaron sin vivir".
Luis Landero, El huerto de Emerson
Tras un largo año de horizontes tan limitados y rostros cautivos, tras varios meses prisioneros de una realidad que nos vuelve pequeñitos como si fuéramos insectos, frágiles y desorientados, necesito más que nunca historias que me reconcilien con esos rincones de la existencia que quizás gracias a la pandemia estamos valorando más. O no, quién sabe. Esos espacios y tiempos que tienen que ver con los vínculos emocionales, con el sostén intergeneracional, con las raíces y con las alas. Con ese saber y no saber que acaba siendo la vida, escuela de aprendices en la que vamos pisando el alambre con la punta de los dedos. Como si todos y todas tuviéramos ese soplo en el corazón que nos hace estar alerta, conscientes de que con un solo chasquido de dedos lo que está vivo puede convertirse en sueño. O en pesadilla.
En esta primavera en la que intento, pese a todo, nutrirme de versos para que nada ni nadie me robe el mes de abril, necesito más que nunca libros y películas que me hablen de lo que siento, de la memoria que es un siempre un hilo fértil y de la paradójica fortaleza que reside en nuestra vunerabilidad. MINARI. HISTORIA DE MI FAMILIA es una de esas hermosas películas, rodada con el tacto propio de quien parece acostumbrado a leer cuentos o, mejor aún, a escucharlos sin haber perdido la capacidad de asombro, que nos habla de muchas cosas que reconocemos. La familia como espacio de afectos y tensiones, el desarraigo de quienes van como caracoles con el refugio a cuestas, las dificultades para alzar el vuelo sin comunidad que lo acoja, la potencialidad de los diálogos intergeneracionales, la espada que representa el azar y que hace jirones el futuro, el peso que arrastran quienes no están en mismo punto de partida en un sistema basado formalmente en la igualdad de oportunidades. La historia de una familia coreana en Arkansas que nos cuenta Lee Isaac Chung, y que está basada en su propia experiencia, nos cuenta hechos y emociones intemporales, y lo hace a través de unos personajes con los que es fácil empatizar y entender. Así, nos sucede con el padre proveedor que busca a veces con torpeza el paraíso posible, pero también con la madre que parece esclava de los sueños de otro, o con la abuela que parece una especie de hada/bruja llegada a la familia para poner espejos delante de los rostros y para recodarnos lo complejo que es equilibrar en una comunidad los distintos horizontes temporales de sus miembros. Cómo hallar, entre tanto movimiento que sacude el piso, la posibilidad cierta de un unicornio, de El Dorado, de ese pozo del que brota el agua como una forma de demostrar que existe Dios y que atiende nuestras plegarias. Los dioses, siempre los dioses, como refugio de quienes se sienten los más pequeños en un universo que les pone tantas zancadillas.
Pero lo más hermosos de Minari es la relación que se va construyendo entre el nieto y la abuela, entre ese David que es el mismo director de la película y la mujer mayor a la que inicialmente ve con desconfianza, porque no es una abuela que haga galletas como todas las abuelas. Comprobamos cómo dos seres que están en los momentos extremos de la vida se encuentran, se reconocen y se alían desde su compartida fragilidad. La que les hace mojar la cama, soñar con el agua de la montaña y mirarse como si en el otro descubrieran esa parte propia que no ven en el espejo. Desde esos lazos el pequeño se hace más fuerte y la mujer mayor resiste los embistes de un cuerpo en fractura. Una abuela que es la mensajera del pasado compartido, de la memoria que parece dispuesta a escurrirse, de la sabiduría lograda en tiempos de carencias y fraternidades. La abuela que planta "minari" junto al arroyo y que logra, con esa hierba que es de ricos y de pobres, abrir una puerta de esperanza cuando todo parece haberse consumido entre las llamas. Cuando el sueño americano se quita el disfraz y muestra que el hombre es un lobo para el hombre.
Minari, con ese título que nos remite a una naturaleza que es madre y que es memoria, ese huerto en el que todas y todos cultivamos el diario crepitar de nuestras vulnerabilidades, es ante y todo sobre todo, y más allá de lo que nos cuenta sobre los extranjeros y la tierra prometida, el relato de unos vínculos que sostienen. Que sanan, que nutren, que dan luz. Sin los cuales las raíces acaban siendo como esas trampas que inmovilizan a los animales en el campo. Sin los que es imposible que en las espaldas de un niño o de una niña nazcan alas con las que romper el ovillo de seda. La única medicina posible para esos soplos que, sin que seamos conscientes de ello, nos dejan el corazón como si fuera uno esos estropajos que, de tanto limpiar la grasa de los platos, va dejando hilos sueltos que se amontonan en el fregadero.
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