Nunca, que yo recuerde, salvo tal vez cuando era un niño, he felicitado a mi madre el primer domingo de mayo. Sí que, por el contrario, he acompañado a mi hijo en los regalos que cada año le ha hecho su madre. Y es que nunca las poses han sido capaces de disimular del todo nuestras contradicciones: siempre hay rendijas por las que se cuela un empresario seductor. Pero en este mayo, en el que ya empieza a oler a verano en mi terraza, sí que he tenido la necesidad, no sé si porque la pandemia me pilla con el caparazón raído, de contar en público todo lo que he aprendido de mi madre. Lo que sigo aprendiendo de ella. Aunque no sé muy bien cómo resumir en pocas líneas tantas cosas que se me ocurren, sí que tengo claro el lema con el que titularía mi texto: la perfección no existe. Por más que los mandatos de género le insistieran toda la vida en cómo tenía que actuar una mujer que, al parecer, siendo madre cumplía buena parte de sus expectativas, y por más que siempre ella, como todas las mujeres, se haya visto sometida a un escrupuloso escrutinio a cada paso que daba. Una difícil, por no decir imposible, tarea, si partimos de que la referencia simbólica era para ella, como para tantas, la abnegada María, la que no tuvo reparos en convertirse en esclava del Señor y en renunciar a su palabra.
Mi madre ha sido y es una perfecta madre imperfecta. Excesiva a veces en sus amores, intensa en sus tomas de posición, trabajadora como una hormiga sobresaliente e inquieta como lo puede ser una polilla. Ella siempre ha lamentado que en su DNI, durante mucho tiempo, pusiera aquello de "sus labores" y de que en muchos contextos fuera "la mujer de" y luego, pasados los años, "la madre de". A pesar de estas etiquetas que desde fuera le han hecho un flaco favor a su inteligencia humanista, ella no se ha dado por enterada o, mejor aún, haciéndolo, ha sido capaz de hacer oídos sordos y ha seguido creciendo por dentro. Ha sido así como con el paso del tiempo, lejos de amilanarse y postrarse en el sillón de las que sin función materna parecen no hallar estímulo alguno, ha ido ganando terreno y ha conseguido, al fin, tener su habitación propia. Esa a la que los demás solo nos asomamos de puntillas y en la que ella, gracias sobre todo los libros que la nutren, sigue viajando, imaginando y cuestionándose todos los días el mundo en el que vive. Estos viajes han provocado incluso que en su ánimo brote con frecuencia un brote de rebeldía, como el que ahora detecto en su voz cada vez que hablamos del estado de alarma y de las medidas con las que el gobierno pretende reducirla a una especie de menor de edad, tal y como hacía el Código Civil al que estuvo sometida los primeros años de casada.
En estas semanas que tanto tiempo estoy teniendo para mirarme por dentro, y para reconciliarme con todo aquello de lo que siempre huí porque, como buen hombre, mi obsesión por el desempeño y lo público me tenían los huevos bien atados, he ido poniéndole nombre a muchas enseñanzas de las que ni siquiera era consciente. Y que nada han tenido que ver con las recibidas de mi padre, tan recto y tan profesional, tan entregado a la perfección matemática de los saberes y las emociones, porque las de mi madre han sido lecciones que me han dado las claves justas para convertirme en junco salvaje. Ha sido ella la que me ha permitido ver las posibilidades de un dios pero también el espejo inverso de un mundo sin púlpitos, la que me ha explicado cómo hay realidades que necesitan un fuego lento y otras que exigen poner los quemadores a toda mecha, la que sin decírmelo expresamente me advierte de que más vale arrepentirse de hacer algo que convertirse en una Penélope. Mi madre, que nunca ha querido ser una pensionista a la que llevan en autobús por los pueblos de España, incluso me da lecciones de feminismo, aunque ella nunca haya leído a Simone de Beauvoir o ni siquiera se haya percatado de lo mucho que de ella sabe Betty Friedan.
En este primer domingo de mayo, en el que no estoy seguro de que mi madre obedezca las órdenes de Sánchez y a la que imagino no viendo más sol que el que entra por las ventanas, celebro pues en la distancia y con mascarilla, que ella continúe siendo tan maravillosamente imperfecta, coqueta a veces como una adolescente y con la cabeza mucho mejor amueblada que buena parte de los varones que administran lo público. Y que, al fin, tras una larga vida en la que no tuvo otra salida que ser definida por otros, haya podido conquistar su nombre propio. La hija de Rita, la hermana de Carmen y Luz, la que tiene el mismo nombre que mi bisabuela. La mejor Amparo de mi vida.
Publicado en Diario Público, 3 mayo 2020:
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