La situación crítica que estamos
viviendo, y que no es solo sanitaria, sino que hunde sus tentáculos en el
corazón de lo que pensábamos era la normalidad, ha desvelado algunas realidades
que la sociedad opulenta y neoliberal había mantenido invisibles o bien
cubiertas por el velo de la indiferencia. Una de esas amargas realidades es la
expulsión de la ciudadanía, entendida ésta como un espacio en el que los
individuos tenemos voz y autonomía, de importantes sectores de la población,
muy especialmente de los niños y de las niñas, así como de las personas
mayores. La crisis nos ha puesto delante de las narices, entre otras insoportables
injusticias, como hemos creado un modelo de convivencia que se ampara, a su
vez, en un modelo productivo, en el que los sujetos valen por lo que aportan al
sistema, por su rendimiento en términos de capital, por su capacidad de
emprendimiento. La alianza patriarcado/capitalismo no ha dejado de expulsar a
las afueras a quienes no responden al canon del macho proveedor, algo de lo que
mucho saben las mujeres, atrapadas en muchos casos entre la conquista
progresiva de derechos y las tendencias asimilacionistas que las obligan a
comportarse como hombres si quieren sobrevivir en un mundo hecho a nuestra imagen
y semejanza. El hecho de que el coronavirus esté afectando en mayor medida a
personas mayores, lo cual nos ha permitido poner el foco en cómo viven muchas
de ellas y en, por ejemplo, cómo las residencias donde esperan la muerte se han
convertido en un lucrativo negocio, nos ha puesto delante de nuestras narices
el cinismo con el que hemos resuelto en muchas ocasiones nuestras vidas familiares.
Con la ayuda, eso sí, de un maltrecho Estado Social que no ha tenido entre sus prioridades
ni el bienestar ni la dignidad de quienes han dejado de cotizar en el mercado
de la caduca juventud. Todo ello nos ha
llevado, como muy bien ha analizado la gerontóloga feminista Anna Freixas,
a negar a este sector creciente de nuestra población la capacidad más intrínsecamente
humana, la que tiene que ver con nuestra capacidad de autodeterminación, de ser
dueños de nuestras vidas, de no ser heterodesignados. Algo de lo que tanto saben
las mujeres que llevan siglos luchando por convertirse en seres para sí mismas.
A secret love, uno de esos
regalos con los que a veces nos sorprenden las plataformas digitales, en este caso
Netflix, es un documental que, entre otras cosas, nos habla de cómo las mujeres,
muy especialmente las mujeres, sufren esa negación casi constante de su
capacidad de autonormarse. La historia de Terry y Pat, además de demostrar que
la realidad siempre es más emocionante que la ficción, es un ejemplo redondo de
los procesos tan tortuosos que ellas tienen que vivir y de cómo los obstáculos van
adquiriendo distintos ropajes en función del momento vital en el que se
encuentran. Porque las dos protagonistas de esa historia, a las que es imposible
no querer convertirlas en tías o en vecinas eternas, viven, cuando son jóvenes,
en los Estados Unidos de los 50, la dificultad para expresar sus deseos y su
identidad sexual, al tiempo que luchan por ser reconocidas en ámbitos
tradicionalmente femeninos. Una de
ellas, Terry fue una beisbolista que abrió el deporte profesional a mujeres
cuando era algo impensable. Ambas, que se conocieron cuando apenas habían
alcanzado la mayoría de edad, hicieron de su vida compartida un oasis en una
realidad en la que ser mujer y lesbiana no era precisamente un pasaporte hacia
la “normalidad”.
Después de vivir juntas durante
más de 60 años, sin que ni siquiera sus familias fueran conscientes del tipo de
relación que había entre ellas, cuando el cuerpo y la salud empieza a
fallarles, se enfrentan al dolor que supone perder las riendas de sus vidas,
dejarse llevar por otros, renunciar incluso al espacio físico en el que durante
décadas habían construido su amor. A través del relato de la peripecia tan
amarga que para ellas supone dar un giro a su cotidianidad, y asumir finalmente
que se han convertido en seres dependientes, cuando ellas lucharon toda su vida
por ser más libres que nadie, comprobamos cómo hemos articulado un modelo de
sociedad que vive de espaldas a este momento de nuestra existencia, que ha
dejado en gran medida en manos del mercado la regulación de las (limitadas)
posibilidades de apoyo, que ha convertido ese último tramo de nuestra
existencia en una especie de precipicio en el que, con frecuencia, más que los
pesares físicos son los emocionales los que con más acritud destrozan la
entereza de quienes un día fueron capaces de comerse el mundo.
La bellísima historia que nos
cuenta A secret love, que sobre el papel tiene todos los ingredientes para
convertirse en un dramón romántico, pero que la realidad convierte en un
ejemplo de cómo el buen amor siempre suma, nos duele porque, en definitiva, nos
pone frente al espejo de nuestras miserias y, así, nos deja completamente
desnudos frente a un modo de vida en el que, aunque pueda resultar paradójico,
no hemos puesto la vida en el centro. Ese salado escozor, que provoca, casi
irremediablemente, que el espectador se emocione, o incluso llore, no solo es
provocado por la hermosa historia que nos cuenta el documental, que también,
sino porque en definitiva nos estamos viendo en la pantalla. Porque todos hemos
tenido o tenemos una Terry o una Pat en nuestras vidas, o porque es inevitable
pensar en el momento en el que, como a ellas, nos tiemble el pulso o ya no
podamos subir escaleras. El milagro de la “empatía imaginada”, como lo llama Lynn
Hunt, una historiadora de los derechos humanos, provoca que nos sintamos parte
del abrazo que mujeres como Terry y Pat necesitan. Un abrazo que no las apretuje
hasta quitarles el aire sino más bien que las reconozca desde la fragilidad que
compartimos con ellas.
Publicado en diario Público, 15-5-2020:
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