Escribo estas líneas en pleno confinamiento y no sé si cuando vean la luz
habremos superado al fin la barrera de los balcones. En estos días, en los que
el tiempo parece un bucle y a la esperanza es como uno de esos bizcochos al que
olvidamos poner levadura y por tanto no se vuelve esponjoso, he tenido, como
todos, que anular actividades, que borrar páginas enteras de la agenda, de
revisar mi horizonte más cercano de trabajo. El hombre siempre activo, en lo
público, entregado a sus tareas productivas, se ha visto obligado a pisar el
freno y a refugiarse en ese entorno, el de lo privado, que siempre percibió
como extraño. Como un territorio en el que él solo reposaba, pero donde no
lograba nunca desarrollarse como el héroe que desde niño le dijeron que debía
ser. Y donde siempre, o casi siempre, había una mujer, o varias, dispuestas a
cuidarlo y a ser su reposo.
Estas semanas que están siendo como un paréntesis, me están obligando a
mirarme más detenidamente en el espejo y a reconciliarme con los espacios y los
tiempos que, como buen hombre, nunca tuve en alta estima. El obligado
confinamiento me está permitiendo volver a lo más pequeño, a ese mundo donde
los cuidados y lo emocional nos sostienen sin que habitualmente nos demos
cuenta. En estas horas de tanto miedo,
de tanta inseguridad, de tanta alerta que nos devuelve nuestra imagen de seres
extremadamente frágiles, he tenido que ir (re)descubriendo la importancia de
los gestos que creíamos insignificantes, la luminosidad que irradia de unos
trabajos que nunca reconocimos o que cuando lo hicimos siempre fue desde la
precariedad, el enorme valor de cuidar y de cuidarnos. Esa tarea tan humana que
en los tiempos de bonanza y de desenfreno apenas quisimos ver.
Mi optimismo congénito, que en estos días he tenido que entrenar más que
nunca para que no pierda músculo, me permite vivir este paréntesis como una
oportunidad para seguir desmontando al machito que habita dentro de mí. Ese que
desde niño fue educado para el éxito profesional, para las carreras en las que
lo importante era ganar, para la demostración permanente de su virilidad y, por
tanto, de su protagonismo incesante en el espacio público, en el mercado de los
trabajos que cotizan en bolsa, en el tiempo medido a través de esos relojes
impecables que anuncian las revistas para hombres. Un pozo sin fondo en cuyas
paredes iban quedando, como si fueran restos del naufragio, los afectos, las
emociones, la lentitud o la fragilidad. Esa que ahora me doy cuenta de que es
la que mejor nos define como seres humanos, tan vulnerables todos y todas ante
las amenazas para las que no hemos sido capaces de inventar ningún tipo de
coraza.
Ojalá estas semanas de mascarillas y guantes, sin abrazos y sin besos,
nos estén sirviendo a todas y a todos, pero muy especialmente a nosotros, los
hombres, quienes siempre nos consideramos invencibles, para reconciliarnos con
la ternura que nos define. Y con la necesidad por tanto de cuidarnos y de
cuidar, de extender redes sanadoras que solo caben desde la horizontalidad, de
situar en primera línea de batalla la sostenibilidad de nuestros derechos y
libertades en vez de la rentabilidad de nuestras acciones. Toda una lección que
nos permitirá, ojalá, salir de esta crisis con nuestro cuerpo y nuestra mente
reforzados, inmunes o como mínimo más fuertes ante posibles amenazas futuras.
Curadas y curados, aunque el virus no nos haya contagiado, de una enfermedad
que no detecta ningún test y que tiene que ver con el vicio de consideraros
omnipotentes. Tal y como podríamos deducir de cómo en italiano se dice cuidado:
cura, en femenino, como bien corresponde a un verbo que durante siglos
solo sabían conjugar las mujeres, y como hace ya décadas nos cantó Battiato. Solo
así superaremos las corrientes gravitacionales y nos salvaremos de toda
melancolía.
Publicado en el número de Mayor-Junio de la revista GQ
Aquí el video de la canción de Battiato:
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