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NAUFRAGIOS DE ÁLVAR NÚÑEZ: Nosotros, los otros y las otras


Cuando pensamos en la discriminación que sufren las mujeres en las sociedades formalmente iguales, y en cómo en ella se entrecruzan diversos factores que hacen que su lugar sea más bien de subordinación, no solemos tener muy presente cómo la edad se acaba convirtiendo para ellas en un lastre. Si analizamos los años desde la perspectiva relacional que supone el género, es evidente que a los hombres el paso del tiempo engorda nuestra autoridad y en ocasiones hasta el atractivo, mientras que, para ellas, cuando se sobrepasa un cierto límite temporal, es todo un reto simplemente hacerse visible. Una cadena que se hace todavía más pesada en el ámbito de la creación artística en el que si ellas, en general, lo siguen teniendo muy complicado en cuanto al reconocimiento de la genialidad, no digamos si ya no son objetos apetecibles para el mercado de los deseos. Por todo ello, resulta admirable, aún a riesgo de insistir en la excepcionalidad que siempre corona las carreras de las mujeres brillantes, como si fueran individuas sin genealogía, que una mujer como Magüi Mira sea capaz, cuando ya pasó los setenta, de ser una de las creadoras escénicas más valientes, luminosas y arriesgadas de nuestro país. Y no solo es excepcional que sea justo ahora cuando su agenda no deje de sumar proyectos tentadores, sino que, además, y por encima de la cantidad, ella sea capaz de lanzarse al vacío, de no acomodarse y de transitar por senderos que otros, sobre todo muchos hombres geniales que con esos años ya se creen por encima del bien y del mal, prefieren esquivar para no poner en peligro su pedestal.

La última aventura en la que Magüi Mira se ha enrolado, y en la que me consta que ha invertido mucho de sí misma y no me refiero solo a lo profesional, es un prodigio de fuerza escénica, un apabullante ejercicio de teatro entendido como compendio de todas las artes escénicas, un artefacto que pone el dedo en muchas llagas. Naufragios de Alvar Núñez, escrita en los años 90 del pasado siglo por una de las glorias del teatro español contemporáneo, José Sanchís Sinisterra, no es solo la crónica del fracaso de un hombre y, con él, de toda una construcción de la masculinidad ligada a los tres términos que mejor la definen – control, conquista, dominio -, sino que es un repaso bien dado a esa parte de nuestra historia que sigue estando manipulada y a las esencias de  un “nosotros” que siempre se define en lucha con los “otros”. Y es que el texto de Sanchís, lleno de anacronismos, humor soterrado e incluso mala leche, pretende desmontar la idea imperial de un descubrimiento que no fue tal, el de América, y de una empresa exitosa que, paradójicamente, provocó víctimas, y muchas, en los dos lados de la contienda. El relato que de sí mismo y de sus supuestas hazañas escribe Alvar Núñez, como buen hombre henchido de sí mismo y confundido por la omnipotencia en la que le educaron, es un brutal ejemplo de cómo las patrias necesitan construir una narrativa excluyente y en la que, como en todo ritual que genera comunidad, deja muertos en las cunetas. En este sentido, y aunque la obra nos lleve a aquellos tiempos en que España era un imperio, la obra del autor de Ay Carmela nos está hablando del aquí y del ahora. De este siglo de nacionalismos que alimentan enemigos, de banderas con las que se hacen trueques, de náufragos que mueren en el intento de abrazar un nuevo mundo y de mujeres que siguen siendo las más vulnerables entre los vulnerables.

Porque no hay que olvidar que la directora de Amazonas aprovecha el relato para mostrarnos que las mujeres han sido y son siempre “el otro”. Lo es la esposa/Penélope, la señora de, que espera en casa al héroe y que es prisionera de la mística de la feminidad, como también lo es la mujer/madre indígena, que ni siquiera aparecerá en el elenco final de la Historia, y no digamos la que en un ejercicio de rebeldía decide no quedarse mirando detrás de la ventana y lanzarse también al mundo. Como antes solo hacían las putas o las brujas. El espectador se queda con ganas de saber más de estas tres mujeres, de escuchar más sus voces, de sentirlas como algo más que presencias que recorren el escenario turbadas y solas. Todo ello mientras que los varones, con fango hasta el escroto, desfilan mostrando sus miserias y cobardías bajo banderas que les permiten sentirse parte de un nosotros.

Los Naufragios de Alvar Núñez, que está llena de escenas estéticamente apabullantes y que demuestra cómo esa joven mayor que es Magüi Mira es capaz de coreografiar lo que al resto de mortales nos parece un milagro, ocupan el escenario del María Guerrero con esa finalidad última que siempre persigue el buen teatro: perturbar, incomodar, acariciar con uñas afiladas. Tal vez le sobre texto, alguna que otra interpretación que roza el exceso y una cierta confusión entre realidad y pesadilla que hace que el espectador se pierda o, o lo que es peor, se aburra. Puede que en esas líneas del texto que no se ve ruja el león que fue su autor, otro de esos hombres/genio a los que en algún momento no habría venido mal un poquito de fango y unas orquídeas secas en el jardín de su casa. Menos mal que la directora, que siempre tuvo algo de bruja de esas que los tíos un día quemaron en la hoguera, no duda en hacer del escenario la cama vacía en la que tantas mujeres se abrieron de piernas en ofrecimiento al conquistador. Ese sí que es el verdadero y dramático naufragio de la mitad de la Humanidad. El que habitualmente señores como Alvar Núñez o Sanchís Sinisterra miran con los anteojos del que se creyó descubridor del nuevo mundo.

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