El amor es necesariamente imperfecto. Quizás sea lo más parecido a una batalla, sobre todo cuando se libera de sus ataduras románticas y se convierte en la aventura compartida por dos seres autónomos. Es imposible amar, siendo libre, sin sentirse herido. En ese viaje, por tiempos y espacios, caben derrotas y orgasmos, perdices y sábanas sucias. Y una fuerza que arrasa, y que ennoblece, pero que también nos conduce a un cierto abismo. Un agujero profundo, como un pozo, del que pueden brotar sapos o lirios. El quejido de una trompeta, una nota que rasca la garganta, un péndulo que detiene el tiempo.
Cold war, la hermosísima película del polaco Pawel Pawlikowski, nos habla de ese permanente viaje que supone amar, de esa lucha a veces contra uno mismo que supone sentirse parte de otro, de esa necesidad que puede volverse relámpago cuando dos se cruzan y sienten que ya les será imposible negarse. Y lo hace en el contexto de una Europa que, tras la Segunda Guerra Mundial, se debate entre las ruinas y las batallas a media voz, la de una guerra fría en la que la vida parece un guión de cine negro y en la que las sospechas y los miedos convierten a los seres humanos en prisioneros. Rodada en un impecabe blanco y negro, los dos únicos colores que mejor pueden contarnos aquella época, y con la música como tercera protagonista, la historia de amor de Luza (una fascinante Joanna Kulig, que bien podría ser una Lauren Bacall pasado por el filtro de una rebelde francesa, o una italiana con el pelo teñido) y Wiktor (un Tomasz Kot, que tanto nos recuerda a un galán de esos que solo existían en los 40/50) es una bellísima recreación de una pasión que atraviesa décadas y países. Una suma de episodios que nos cuentan con una perfecta construcción narrativa el devenir de dos seres que parecen condenados a quererse. Todo ello al tiempo que, a través de las diferentes músicas, asistimos al paso de los años por una Europa a la que parece costar tanto salir del túnel. La Europa de los bailes regionales, la del jazz en club franceses, la del rock en la barra de un bar. Varsovia, París, Berlín, Moscú.
La prodigiosa fotografía en blanco y negro se alía con una cámara desde la que el director de la también impresionante Ida mira a unos personajes, y a unos ambientes, con la complicidad del que sabe que quiere mostrar mucho más que la fachada. Hacía tiempo que no veía unas escenas musicales, como la de los bailes regionales, tan bien rodadas, ni espacios tan bien contados como ese club de jazz donde Luza no solo canta, sino que nos narra media vida con su mirada. Y es que una enorme Jonna Kulig da vida a una mujer de voz seductora que lucha en un contexto que insiste en mantenerla cautiva: un destino contra el que ella se rebela una y otra vez, pero que tan complicado se lo pone a una mujer que se levanta contra un mundo de hombres que tanto la ha herido. Una mujer que insiste en entender el amor sin renunciar a su autonomía. Una mujer junto a la que Wiktor deja de ser el héroe que quizás él imagino ser.
El final, tal vez el único posible para historia tan apasionada, nos lleva de nuevo al principio. A un círculo que insiste en demostrarnos que el amor bien puede ser una condena, un precipicio siempre, una locura, un desafío a todas las leyes, las humanas y las divinas. Una conclusión cargada de desasosiego pero también de verdad, la misma que nos transmite esta obra maestra. Una de esas películas que te reconcilian con el cine visto en una pantalla grande, a oscuras, en esa ceremonia en la que el espectador siempre parece a un milímetro de atravesar lo imaginado. Cold war, que solo tiene de frío el título y el que tiritaba la Europa de aquellos años, es una celebración de los amores difíciles, de la extrema epifanía de los cuerpos que se necesitan, del arte como herramienta multiplicadora de las emociones y los deseos. No disfrutarla es uno de los mayores pecados que se pueden cometer en este otoño de huracanes.
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