Las fronteras indecisas
Diario Córdoba, 14-4-2014
Uno de los efectos más gozosos de la paternidad consiste en ver multiplicadas las emociones que la vida te ofrece a cada momento. Es como si tuvieras unos ojos prestados, y una mirada, y un aliento, y con ellos redescubrieras los rincones que habías dejado olvidados más allá de la memoria. Cuando llegan estas fechas en que abril nos estalla de repente, la mirada de Abel, y con ella la mía, se vuelve más luminosa que nunca. Como si estuviera recorrida por un manantial de agua que la vuelve brillante, tan chispeante como la vida que parece resucitar en estos días de azahar. Ese brillo es capaz de vencer mi creciente agnoticismo y esa distancia fría que los años van acumulando en el corazón de quien ha dejado de creer en los milagros. Desde que amanece el Domingo de Ramos, que para él incluso es más emocionante que el día de Reyes, los sentidos de Abel se ponen alerta y todo él es entrega, desmedida e inocente, a la celebración de la belleza que él descubre en su Borriquita de siempre, en su Socorro egabrense o en el rostro de una Virgen a la que él visita desde que tenía apenas meses, como quien va a la casa de una tía acogedora. De esas que conceden todos los caprichos y que te apretuja con besos que dejan un rastro de carmín en las mejillas. Sin que él se dé cuenta, observo sus ojos curiosos y su sonrisa inacabable. Miro como él mira cada detalle del paso que tiene delante, de la banda que conoce como nadie, de la calle que se ha hecho un río de gente que celebra la primavera.
Este año volveré a ajustar bien el nudo de su corbata verde, a repasar con él cada día las partituras ensayadas, a contemplar como delante del espejo se peina su flequillo imposible de preadolescente. Y veré como camina deprisa hacia la iglesia de cada tarde, con el corazón latiendo a mil por hora y su clarinete dispuesto a traducir las notas que desde pequeño él soñaba cuando ya reconocía los sones de "Soleá dame la mano". Lo seguiré tras el palio que se aleja, sabiendo que está bien escudado por sus "abuelos" de banda que el destino ha querido que se llamen como los abuelos que tanto se emocionaron cuando lo vieron por primera vez vestido de monaguillo. De esa manera también yo me sentiré parte de ese grupo humano en el que se mezclan edades, porvenires y orígenes con la facilidad que solo el arte y la buena gente hacen posible. E iré, sin que Alfonso o los hermanos León se den cuenta, saltando de instrumento en instrumento, como si fuera una de esas polillas que buscan la luz desesperadamente.
Vestido de verde por dentro y sintiéndome hombre mediterráneo que celebra el fin del invierno, la explosión de los sentidos como ser deseante que soy, trataré de vivir esta semana con la inocencia que perdí por el camino. Con el entusiasmo que me transmiten los ojos de Abel que son también algo míos. Con la banda sonora que las corbatas verdes graban bajo la piel, en ese lugar donde cada uno digiere como puede las razones que la razón no entiende. Y, claro, volveré como cada año a sentir la nostalgia que me puede cuando veo un palio que se aleja, demostrándome una vez más que la belleza, como la vida, es efímera. Entonces empezaré a soñar con la próxima cuaresma, con la repetición del ciclo, con los domingos de ensayos en los que Abel habrá crecido ya otros cuantos centímetros. Y me sentiré un hombre esperanzado. Capaz de superar las penas y de gozar todos los placeres que ofrezca la vida. Como el de ver cada Domingo de Ramos a mi hijo poniéndose su primer traje oscuro mientras tararea "Tras tu verde manto" y yo le ayudo a colocarse la corbata que lo hermana con quienes en vez de versos leen partituras.
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