Ana tiene un trastorno límite de la personalidad. Paradójicamente en su trabajo cuida y está pendiente de los demás, pero en su vida personal es incapaz de relacionarse y, sobre todo, es incapaz de cuidarse a sí misma. Vive en un permanente estado de autodestrucción, de zozobra, de miedo a encontrarse en el espejo. Sola. Rodeada de gente pero aislada. Necesitada de comunicarse con otros pero prisionera de sí misma. Incapacitada para moverse en un mundo en el que se siente una extraña.
La historia de Ana es la que nos cuenta el primer largometraje del sevillano Fernando Franco. Sorprende la madurez con que el director se ha acercado a un personaje tan difícil y como ha construido un relato que corría el riesgo de caer en el exceso o de quedarse en la frialdad caligráfica. Franco ha tenido el gran cierto de hacer una película sincera, honesta, en la que no pretende demostrar su protagonismo, ese vicio tan habitual en directores jóvenes y no tan jóvenes. Ana es la verdadera y única protagonista. La cámara está a su servicio. Y todo lo que la rodea es discreto, útil, apenas perceptible, suave. Lo importante es que el espectador mire el rostro de Ana y procure entenderla, que sienta empatía por su dolor, que incluso, aun siendo difícil, pueda reconocerse en ella. Porque ese es el gran mérito de LA HERIDA: sentir como espectadores que tal vez no estamos tan lejos de Ana, que su infelicidad puede tener muchos puntos de cercanía con la que muchos de nosotros sentimos en ocasiones, que su trastorno quizás no sea tal sino más bien el síntoma de unos tiempos de relaciones líquidas y de egoísmos que nos hacen autodestructivos. Que la herida que rompe en dos la serenidad de la protagonista es bastante similar a la que nos cubre de lágrimas cuando andamos como náufragos por la ciudad.
Ese proceso empático no sería posible sin la prodigiosa interpretación de Marian Álvarez. Llevaba tiempo queriendo ver esta película por lo mucho y bien que había leído sobre ella, aunque tenía miedo a que la historia me incomodara y me provocara más dolores de los necesarios. Ahora que al fin he superado esa barrera, reconozco que su trabajo se merece todos los premios del año y espero que el próximo domingo se lleve el Goya (aunque eso suponga arrebatárselo a mi adorada Inma Cuesta). Su rostro, su presencia, su voz, su estar sin excesos, su contención y su emoción, hacen que uno no pueda olvidar fácilmente a una mujer como Ana. Tal vez, insisto, porque acabamos reconociendo en ella muchas heridas propias a las que no nos atrevemos a ponerle nombre.
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