Las fronteras indecisas
Diario CÓRDOBA, 28-X-2013
En este país hace falta mucha, muchísima diría yo, pedagogía democrática. Lo han vuelto a poner de manifiesto las reacciones que en estos días se han venido sucediendo a la sentencia del TEDH sobre la doctrina Parot. De nuevo la sociedad española se ha dejado llevar más por las vísceras que por la razón y ha vuelto a sucumbir al frentismo que sigue deteriorando sin remedio nuestra convivencia. Con la ayuda inestimable de unos medios más preocupados por echar leña al fuego del "blanco o negro" que por informar, y de una clase política que sigue dando muestras de su escasa altura ética, hemos vuelto a la simplificación de los mensajes, a la radicalidad de las pasiones y, lo que es más grave, parece que hubiéramos olvidado las reglas del juego en virtud de las cuales organizamos nuestra convivencia pacíficamente.
El Derecho, no deberíamos olvidarlo, es un instrumento racional que nos sirve para equilibrar libertad y seguridad, así como para proteger al individuo frente al poder. De ahí que responda a unos principios que no solo fundamentan todo nuestro sistema jurídico sino que también sirven para garantizar a todos, y muy especialmente a los más débiles, que las maquinarias del poder no se saldrán de las vías que hemos consensuado entre todos. Esos principios son especialmente rígidos y firmes en el ámbito penal, ya que es éste el que de manera más brutal puede incidir en nuestro régimen de libertades. De ahí por ejemplo la vigencia tan estricta del principio de legalidad penal o de la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables.
La sentencia del TEDH, que no ha tumbado la doctrina Parot sino su aplicación retroactiva, no ha hecho otra cosa que aplicar dichos principios. En este sentido, su argumentación jurídica es impecable y su fallo el que muchos esperábamos de una instancia encargada de controlar que los Estados cumplan las normas a las que se hallan sujetos. En este caso, las que consagra el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Unas normas que en un Estado de Derecho se nos aplican a todos por igual, incluidos individuos tan moralmente condenables como los delincuentes pero que continúan siendo, a efectos jurídicos, ciudadanos con un serie de derechos fundamentales reconocidos y otros limitados en su caso como consecuencia de la condena. Por ello, la decisión de Estrasburgo supone, aunque cueste admitirlo, el reconocimiento de los derechos individuales frente al poder. De ahí que sobren la demonización del Tribunal o la culpabilización de López Guerra, como también deberían sobrar las llamadas a la venganza o a encender la llama de unas pasiones que un Estado de Derecho debe domar mediante las bridas jurídicas. Puestos a buscar culpables, algo que parece gustar tanto en la inquisitorial --y judeo-cristiana-- sociedad española, deberíamos señalar a los políticos y gobernantes que durante décadas no ajustaron el ordenamiento, o a los que posteriormente alentaron a los jueces para que corrigieran su cobardía con una chapuza. La que les llevó a inaplicar la ley vigente en nombre de un ejercicio de justicia que, en un Estado de Derecho, no debería estar sometida al vaivén de los clamores sociales.
Dicho lo anterior, he de reconocer que en estos días he contemplado con especial preocupación las reacciones de algunos alumnos en las redes sociales. Me he sentido fracasado como profesor y como parte de una sociedad que no ha interiorizado las reglas del juego y los principios que, siendo perfectibles, tratan de ordenar nuestros vicios y miserias. Y que ha olvidado que solo desde la razón ordenadora deberían marcarse los límites, y que el fin del Derecho no puede ser la venganza sino la administración de justicia conforme a unas pautas constitucionalmente garantizadas. Ese patrimonio común que, a pesar de sus debilidades, es el que nos salva de la barbarie.
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