DIARIO CÓRDOBA, 25-2-2013
En estos tiempos de ausencia de referentes, de ideologías pervertidas por partidos que no nos representan, de valores líquidos y tanta miseria, sería más necesario que nunca hacer un ejercicio de memoria para, desde él, afrontar el futuro con el impulso de quien sigue confiando en sus alas. Esa memoria en el caso de nuestro país tiene nombres y apellidos, es decir, está poblada por personas concretas que con su tiempo y su compromiso hicieron posible el mundo que hoy parece escurrirse como agua entre los dedos. Hombres y mujeres que pelearon en mil batallas por hacer realidad los sueños de felicidad colectiva en un lugar cuyo pasado tanto supo de rencores y luchas fratricidas. Sin ellos y sin ellas no habríamos conquistado los espacios de libertad y dignidad que hoy sucumben sin remedio ante la ley del más fuerte. Sin su energía rompedora seguiríamos bajo palio y confundiendo la caridad con la justicia.
Uno de esos hombres imprescindibles de nuestra historia reciente ha sido y es Rafael Sarazá. Tuve la suerte de conocerlo cuando se incorporó como profesor asociado en Derecho Constitucional, en aquellos momentos en los que la Universidad apostaba por que el saber práctico se incorporara a unas aulas en las que con tanta frecuencia no caben más que nuestros ombligos. Empezamos entonces una amistad que perdura y que fuimos construyendo sobre las palabras compartidas y sobre los puentes que tendimos entre la sabiduría del que mucho ha vivido y la curiosidad del que quiere vivirlo todo. No necesité mucho tiempo para descubrir que en Rafael se daba algo infrecuente, y por ello tan admirable: una radical coherencia entre sus convicciones y su vida, una envidiable conexión entre sus valores y su ejercicio profesional, una honestidad que para mí se convirtió en un ejemplo a seguir.
Durante aquellos años intensos hablamos de todo: de política, de religión, de enseñanza, de esta puñetera ciudad. Nos indignamos y nos reímos juntos. Y, de su mano, entendí mucho mejor a toda una generación de ciudadanos comprometidos que en su día tuvieron clarísimo que el único futuro posible era la democracia. Ese régimen no solo político, sino yo diría que casi de vida, que con frecuencia tan poco valoramos los que nos lo encontramos hecho. Por ello justo ahora, cuando el sistema hace aguas y todos nos sentimos tan desubicados, creo tan necesario recuperar el ímpetu que representaron en su día hombres como Rafael. Porque es evidente que la solución a la crisis que vivimos solo puede venir de la mano de más y mejor democracia. Y ello pasa por revisar el armazón ético que la sustenta y las reglas del juego que han pervertido los que han creído que las instituciones están a su servicio y no al contrario.
Por todo ello, y cuando el pozo parece no dejar de hacerse más y más profundo, he recibido con tanta alegría el reconocimiento que el pasado viernes se hizo a Rafael Sarazá. Porque, junto a lo que supone de aplauso a toda una vida entregada apasionadamente a su profesión y a su militancia ciudadana, quiero pensar que supone una llamada de atención sobre lo mucho que tuvimos y lo mucho que no debemos resignarnos a perder. Sobre el valor que las ideologías deberían seguir teniendo y sobre la necesidad de una ética pública que nos salve del naufragio. Para ello nos debería bastar con mirar el rostro del abogado que siempre creyó en las libertades y el Estado de Derecho. En sus arrugas está escrita la historia pero también el futuro. El que le debemos a nuestros hijos y también a los que como Rafael lo hicieron posible. Ese que también descubro en las manos firmes de su eterna compañera, mi querida Luisa, una mujer que, como bien sabe Rafael, si no existiera habría que inventarla.
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