Hay noches mágicas que, al día siguiente, no se sabe bien si han sido soñadas o vividas. Aunque tal vez las dos cosas sean finalmente lo mismo. Anoche viví uno de esos sueños que provocan que, al despertar, tenga que rebuscar en mis emociones para comprobar que ha sido real.
He tenido que repasar las fotografías de mi móvil para darme cuenta que, efectivamente, anoche fui testigo privilegiado de un ensayo de Miguel Poveda con la Orquesta de Córdoba. Penetré en las entrañas de la música, de la garganta y de los instrumentos, de los sonidos y de la memoria hecha cante. Comprobé como un cuerpo y una voz se hacen gigantes en un escenario y cómo la pasión es un poderoso hilo que sólo unos cuantos privilegiados saben tejer entre su mirada y la del público. Me sentí pequeño ante tanta fuerza y emocionado por sentirme parte, una pequeña parte, de un exquisito laboratorio de pócimas capaces de resucitar el alma.
Hace casi un año Miguel Poveda me hirió de muerte en una plaza de Cádiz. Hacía tiempo que su voz de copla y quejío me acompañaba como banda sonora de mis desvaríos, pero en aquella noche de agosto entendí por qué él había sido capaz de penetrar en mis entrañas y descubrirme los laberintos del querer.
Desde aquel momento soñé con la oportunidad de darle las gracias por ese puñal que, paradójicamente, me da la vida cada vez que me lo clava con su voz. Deseé darle un fuerte abrazo para certificar que el genio existe y que la belleza no es sólo un concepto sino más bien un descubrimiento al que tienen que llevarte las manos de otro.
Anoche, cuando la calor de Córdoba casi se hacía brisa de madrugada, pude darle ese abrazo a Miguel y comprobé que la grandeza, en el arte, en el pensamiento, en la vida, va siempre acompañada de sencillez y de honestidad. Fue él el que se sintió agradecido por mi artículo sobre sus "Coplas del querer" y hasta casi nervioso por leer lo que yo había escrito ("¿no me habrás puesto muy verde?").
El resto es parte del sueño. "La leyenda del tiempo" con la Orquesta, una Nana de García Loca, la fiesta flamenca de "déjame en paz que no quiero guerra..." Y la madrugada avanzando mientras que Poveda bailaba con sus zapatos blancos y negros, con sus vaqueros de adolescente y con esos brazos que delatan su esencia flamenca.
Y fue así como me dormí cuando deseaba que el sueño no hubiera llegado... Con un fragmento de belleza ya para siempre en mi memoria.
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