En este noviembre de aniversarios en el que estamos atrapados entre la nostalgia de la derecha y la melancolía de la izquierda, y en el que leemos con pesadumbre esas encuestas que nos revelan lo frágil que es la democracia, asistir en la Filmoteca de Andalucía al estreno del documental Que arda la calle, en el marco de Cinema25, ha hecho que me reafirme en mi compromiso con ese proyecto alternativo de humanidad que representa el feminismo. Apenas superado un 20N en el que nos han sobrado tantos motivos para la desesperanza, recorrer una parte de nuestra historia común que para mí, debo confesar, era desconocida, ha sido como reconciliarme con esas alas que, en estos tiempos de zozobra, corrían el riesgo de quebrarse entre la queja y la domesticación. Escuchar a siete mujeres protagonistas de la Córdoba más invisible, cuyas voces son parte de una polifonía que ha sostenido y sostiene la lucha por la igualdad y la no violencia, me hizo salir a las calles frías y prenavideñas con los ojos nuevos. Agradecido a las manos que han urdido este relato que nos faltaba, muy especialmente a las gentes de Cine Cercano, tan empeñadas en hacer de nuestra ciudad un espacio de cultura y por lo tanto de seres que tejen colectivamente, y también a mi Universidad por ser parte de un proyecto que tanto nos habla del sentido que ha de tener el compromiso público con la pedagogía democrática.
Es emocionante, además, que haya sido una jovencísima mujer, Ana Villa Zamorano, la que ha dirigido una película en la que, por si alguien tenía dudas a estas alturas, queda claro que el feminismo, o mejor aún, los feminismos, constituyen una herramienta emancipadora que fue clave en unos años de transición a la democracia en el que las españolas tuvieron que pelear por superar la minoría de edad a la que las había condenado el franquismo. Los testimonios de siete mujeres que, desde distintas miradas pero partícipes de un proyecto compartido, pusieron sus cuerpos y sus convicciones al servicio de la transformación pendiente nos abren la puerta de una parte de nuestra historia reciente que continúa en los márgenes y nos evidencian lo mal que se sigue contando la transición. Un período que, no lo olvidemos, no consiguió desmontar buena parte de “los pactos de caballeros” que decidieron quién y cómo habría de ejercerse el poder. Escuchar a Fernanda Villalba, Juana Castro, Amelia Sanchís, Consuelo Borreguero, Anna Freixas, Aurora Genovés y Carmen Ruiz es como si, y tomando prestada la metáfora que esta última usa en la pantalla, se abrieran boquetes de luz en esa cueva inmensa en la que nuestra falta de memoria y el machismo, solo ligeramente erosionado, parecieran condenarnos a repetir errores del pasado. De ahí la necesidad, la urgencia diría yo, que este documental hecho con mimo y sin alardes, prueba evidente de que en ocasiones los mejores medios son las manos que juntas se multiplican, ocupe las aulas en las que formamos a unos jóvenes a los que hoy, agobiados por malestares que no tienen nombre, no estamos siendo capaces de ofrecerles unos relatos alternativos a esos que les venden libertad sí, pero con ira.
Como hombre que lleva algunas décadas enfrentado al machista que llevo dentro, y como parte de una generación maleducada por la ausencia de mujeres en los manuales y en las referencias públicas, dejarme atravesar por la luz que supuran los fotogramas de Que arda la calle ha sido un ejercicio de reafirmación en la potencia de un movimiento que, como bien nos recuerda la sabia Carmen Ruiz, siempre ha sido y será plural, y del que nosotros también deberíamos ser partícipes porque no se trata sino de construir otro mundo posible. Una tarea que, como todas las que sostienen la dignidad y los derechos humanos, requiere un proceso de concienciación como paso previo, la cual es imposible si nos leemos, personal y colectivamente, desde el olvido y contra la memoria. De ahí la oportunidad de esta película que a mí me ha descubierto la importancia de la Asamblea Feminista de Córdoba, las movilizaciones que las mujeres de esta ciudad llevaron a cabo en los años 80 frente a unas violencias que todavía hoy nos demuestran que la democracia es un traje de hechuras masculinas, o la evidencia de esa forma de pensar y trabajar, tan horizontal y colaborativa, de la que los hombres deberíamos aprender. En todo caso, lo que más debería escocernos ante este relato de generaciones de mujeres que han ido creando una trama de vindicaciones y conquistas, es que ese lema con el que las cordobesas gritaron hace décadas – La calle y la noche también son nuestras – necesita ser todavía vindicado en un siglo en que todavía ellas, y como expresión del más radical fracaso de la democracia, sienten miedos y viven violencias que la otra mitad, o sea, nosotros, ni sufrimos ni con frecuencia percibimos desde la responsabilidad. De ahí la necesidad de continuar portando antorchas que iluminen la cueva pero también de celebrar todo lo conseguido gracias a tantísimas mujeres que se atrevieron, entre otras cosas, a hacerle un corte de mangas a gobernadores civiles como el de Córdoba que, en aquellos no tan lejanos 80, se atrevió a pedirles a ellas heroísmos en lugar de a nosotros activismo para desmontar esa virilidad que tantas víctimas continúa dejando por el camino. Así que, por favor, señoras, y sobre todo señoros, vean esta película, y a ser posible háganlo con sus hijos y con sus hijas: no se me ocurre mejor manera de celebrar los 50 años sin Franco y de no traicionar a la joven que en la película abre la puerta hacia el futuro.
PUBLICADO EN Cordópolis, 23/11/25:
https://cordopolis.eldiario.es/cultura/arda-calle-despertar-intergeneracional_1_12790072.html



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