Una de las cosas que he ido aprendiendo de las mujeres feministas es a reconocer las heridas y asumirlas como parte de nuestra identidad, como una grieta desde la que nos ubicamos en el mundo e incluso damos forma a nuestras palabras. Algo de lo que saben mucho y bien las mujeres creadoras que, frente a las violencias masculinas, incluida entre ellas el silencio de ellas, han sabido siempre buscar una vía de emancipación a partir de la experiencia de la exclusión. Unos procesos que, en general, los hombres, muy especialmente los que han sido parte del paradigma dominante, no hemos asumido nunca, o al menos no desde la misma forma que ellas. Entre otras cosas, porque no hemos sido conscientes de lo que el género supone para nosotros y porque, claro, desde una atalaya de privilegio, es complicado inclinar el rostro para descubrir el cuerpo maltrecho.
Afortunadamente, poco a poco, y como parte de esa transformación masculina que avanza mucho más lento de lo que a muchos y sobre a todo a muchas gustaría, vamos encontrándonos con hombres que comienzan a pensarse y a reflexionar desde ese lugar incómodo. Lejos de las narrativas heroicas e incluso reconociendo la pesada mochila que ellas han supuesto y suponen para quienes no saben que ser un hombre de verdad es un imposible. De esta manera, empezamos a encontrar en las producciones audiovisuales referencias que nos muestran masculinidades heridas, rotas, desubicadas, y que en la mayoría de las ocasiones no son sino el resultado dramático de responder a unas expectativas ilusorias y de renunciar a esa parte de humanidad que los tíos esquivamos en nombre de la sacrosanta virilidad. Entre estos nuevos relatos que nos permiten, como mínimo, cuestionarnos buena parte de los espejos en que nos hemos mirado habitualmente, sobresale la recién estrenada Yakarta, la magnífica serie ideada por Diego San José y en la que Javier Cámara realiza una de las composiciones más complejas y hondas de su carrera, una de esas interpretaciones en la que el mismo cuerpo del actor es como un folio en blanco por el que vemos discurrir pesares, emociones y dilemas. Su desnudez en el capítulo tercero merece por sí sola todos los premios de la temporada.
La historia de JoseRa, un exjugador olímpico de bádminton al que vemos arrastrarse por los senderos de un fracaso que tiene mucho que ver con las heridas causadas por un orden masculino que lo pisoteó, está contado con un pulso dramático que va poco a poco ganando intensidad y que nos va ofreciendo cientos de capas a través de las cuales vamos entendiendo el dolor de ese hombre al que Cámara otorga una profunda humanidad. Su relación con la joven , interpretada por una también prodigiosa Carla Quílez, con la que de alguna forma busca cicatrizar dolencias y a la que entrena, además, para que ella no renuncie a desplegar sus alas, nos permite recorrer con él, y con ella, una vía en la que vamos descubriendo errores, traiciones, soledades e ilusiones truncadas. Todo ello, insisto, en un mundo hecho a imagen y semejanza de quienes siempre ocupamos el púlpito y por quienes no renunciaron tampoco a ejercer el poder sobre los más débiles mediante juegos de seducción y violencia. La violencia masculina ejercida sobre las mujeres pero también sobre otros hombres, sobre niños, en ese marco de relaciones que durante siglos disfrazó desde la jerarquía abusos de quienes estaban en un lugar de debilidad y sometimiento. Un agujero negro en la dignidad al que solo muy recientemente hemos empezado a poner nombre.
Lo que podría haber dado lugar a un relato de proporciones dramáticas extremas o que fácilmente habría degenerado en un producto políticamente correcto, es llevado por los creadores y creadoras de la serie a un territorio de emociones y verdad, donde la fuerza de las interpretaciones, incluidas las de los secundarios, y el impecable guion nos llevan de la mano hacia la empatía absoluta con un hombre que, al fin, comienza a salir de la jaula. En seis capítulos en los que no sobra ni un minuto, Yakarta, que va trazando un mapa no solo de ciudades sino también de esperanzas, está llena de escenas imborrables, como la del encuentro del protagonista con su exmujer (una maravillosa Pilar Gómez)o la conversación definitiva con el viejo compañero víctima (ajustadísimo Javier Lorente), así como de hallazgos narrativos como el de ese encuentro de imitadores de Julio Iglesias, con uno de los cuales JuanRa comparte uno de esos diálogos que bien nos servirían para empezar a pensarnos, a los hombres digo, de otra manera. Un diálogo en el que la letra de un clásico del cantante nos pone sobre la pista del lodazal sobre el que tantos nos fuimos haciendo hombres de provecho. Porque seguramente la mayoría de nosotros aún no es consciente de que “de tanto correr por la vida sin freno”, nos olvidamos de que la vida se vive en un momento. De tanto querer ser en todo los primeros, nos olvidamos de vivir los detalles pequeños. A todo lo que habría que sumar que, de tanto guardar silencios, algo que no cantaba Julio, hemos sido cómplices de prorrogar de forma insoportable los infiernos.
Comentarios
Publicar un comentario