Hay películas que tienen valor más allá de sus aciertos narrativos o visuales en cuanto nos ofrecen un pedazo de realidad que nos permite ser conscientes del mundo que habitamos. Es el caso de Belén, el largometraje que Argentina ha seleccionado para los Oscar, y que nos recuerda la historia de la mujer del título, que usó ese nombre para escapar de la presión mediática, y que fue condenada en 2014 por homicidio con agravante de parentesco cuando lo que había sufrido fue un aborto espontáneo. Este caso impulsó la "ola verde" de las mujeres argentinas, uno de los movimientos vindicativos más potentes de los últimos años en América Latina, y que llevaría finalmente a que en Argentina se aprobara en 2021 una ley que ampara la interrupción voluntaria del embarazo.
La historia de la protagonista, que es a su vez la de muchas mujeres argentinas víctimas y la de todas aquellas que se sumaron a la lucha, es más necesaria que nunca en unos momentos en el que, sin ir más lejos, en nuestro país, y pese a contar con una garantista ley, avalada por el Tribunal Constitucional, que regula el aborto como un derecho, asistimos a un pulso político en el que, de nuevo, son los cuerpos de ellas los que se colocan en el desfiladero. Ahí está, en esa línea reactiva, la negativa de la presidenta madrileña a crear el Registro de objetores de conciencia, tal y como se ordena por ley, así como los continuos obstáculos que en buena parte del territorio español las mujeres se siguen encontrando para hacer efectivos los derechos que tienen reconocidos por nuestro ordenamiento jurídico. Unas limitaciones que, no lo olvidemos, prorrogan los privilegios de clase, o sea, económicos, en el disfrute de lo que ha de entenderse como una opción vital de todas. Todo ello en un contexto global de regresión en materia de derechos de las mujeres y muy especialmente en los relacionados con su autonomía sexual y reproductiva. De nuevo, todo un clásico del patriarcado, ahora en alianza con las garras neoliberales, que escribe sus mandatos de explotación y negación de libertades sobre los cuerpos y la sexualidad de las mujeres.
Lo más interesante, y emocionante, de Belén, es que nos pone de manifiesto la importancia de las luchas colectivas y de la movilización social en los procesos de conquista y salvaguarda de los derechos. Más esencial si pensamos en que su efectividad no depende de su proclamación formal en un texto legislativo sino más bien de su desarrollo y ejecución por todos los poderes públicos. Una evidencia que los feminismos avalan tras siglos de trabajo cooperativo y horizontal, que tal y como vemos en la película es clave para sumar energías e incidir en lo colectivo. En estos procesos de lucha siempre han tenido un papel esencial los abogados y sobre todo las abogadas que, desafiando incluso la pesada maquinaria de la Administración de justicia, ponen todas sus herramientas al servicio de la transformación social. Así lo recordamos, o deberíamos hacerlo, en una España que hace 50 años transicionó a la democracia gracias a, entre otras potencias, a letrados y letradas que hasta se jugaron la vida con tal de avanzar en el reconocimiento de derechos. Un compromiso que no deberíamos olvidar quienes nos dedicamos a formar a los y las futuras juristas, quienes han de aprehender que el Derecho no solo sirve para mantener el orden, sino que también es un instrumento que ha de contribuir a superar injusticias y desequilibrios sociales, violencias sistémicas y todas esas pautas de comportamiento e inercias que prorrogan jerarquías que acaban pisoteando a los más débiles. Una superación que será imposible mientras que apliquemos e interpretemos las normas con sesgos de género y de clase, o sea, de manera parcial.
Uno de los grandes méritos de Belén, apoyada en un elenco de actrices que ponen cuerpo y alma a sus personajes, es que nos permite identificar a las víctimas singulares de las violencias, así como poner rostro a quienes forman parte, por acción u omisión, de los engranajes de un sistema que construimos nosotros, los hombres, al margen de los cuerpos, las vivencias y las aspiraciones de las mujeres. De esta manera, además de contribuir a ese ejercicio de memoria que es tan fundamental para hacer posible un futuro en el que no falte ni uno solo de los derechos conquistados, la película de Dolores Fonzi, que también interpreta a la abogada Soledad Deza, nos interpela en cuanto sujetos se supone que demócratas y, en consecuencia, comprometidos con la igualdad y la autonomía de todos los sujetos. El largometraje no solo visibiliza violencias que todavía hoy cuesta identificar con el adjetivo machista, como son las que sufren las mujeres en todos los procesos relacionados con su capacidad reproductora, sino que también nos advierte, si pensamos en la deriva que hoy vive Argentina, de la fragilidad de los derechos y de la necesidad, por tanto, de seguir a diario peleando por ellos. Una lucha que necesita de redes de resistencia y acción, del compromiso también de la cultura en cuanto llave que nos remueve y crea imaginarios, así como de, ojalá, unos hombres que empecemos a entender que nada hay más lesivo para la libertad de las mujeres que creernos amos y señores. Ese "mandato de dueñidad" que, con la ayuda de religiones y otros poderes disciplinarios, las ha mantenido siempre a ellas a la espera de una democracia que, al fin, las reconozca como sujetos plenos. De ahí que ese pañuelo verde que portaron en sus cuellos las mujeres argentinas debería ser también parte del imaginario vindicativo de quienes, sin tener la capacidad de parir, llevamos siglos dictando normas sobre las que todavía hoy no son dueñas de sus ovarios. Marcadas aún por ese derecho de propiedad que tantos varones, y los sistemas de poder que hemos construido a nuestra imagen y semejanza, entienden como parte esencial de un estatus que, gracias a los feminismos, hoy se agrieta pese a tanto narcisista empeñado en no bajar del púlpito.
Artículo publicado en Diario Público, 20/11/25:

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